Este martes, Rusia no sabe si conmemorar su día oficial con risas o con lamentos.

Es, como a cada 12 de junio desde 1992, el día de Rusia, recordando el nacimiento de este país tras la disolución de la Unión Soviética. Y podrá haber discursos, desfiles, fuegos artificiales, acaso multiplicados por el inminente inicio de la Copa del Mundo. Sin embargo, el tema resulta mucho más complejo porque el común de los rusos no tiene claro si esa efeméride ha de festejarse o deplorarse.

La caída de la URSS continúa siendo un asunto espinoso en esta tierra. Aún es la nación más extensa del planeta, aunque ni remotamente conserva el peso político, militar, ideológico, económico, tecnológico, que le caracterizó sobre todo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Puede decirse, pocos pueblos proyectan mayor nostalgia que el ruso. Por lo que pensaron que tendrían en automático en los años noventa y no tuvieron, por lo que soñaron en los ochenta cuando Mijaíl Gorbachov prometía apertura y eso desembocó en la desmembración de la URSS, por lo que, les cuentan los abuelos, representaron en las décadas anteriores: los dueños de casi medio planeta, los únicos capaces de vencer al fascismo, los que subieron al primer hombre al espacio. Tal vez por eso su palabra para referirse a la melancolía, toscá (тоска), resulte mucho más pesarosa que en cualquier otro idioma, como el escritor Vladimir Nabokov enfatizaba: “Es más profunda y dolorosa, es la sensación de abatimiento espiritual sin siquiera una causa específica, es un dolor del alma”.

Nostalgia traducida en que a cada año sea menor el porcentaje de rusos que se niega a denominar “fiesta” al 12 de junio. Algo que va de la mano con la percepción que aquí se tiene del último líder soviético, Gorbachov. Lejos de aclamársele como en las democracias occidentales, se le percibe como alguien débil, como alguien que colaboró con el enemigo, como alguien que precipitó la implosión del imperio. A su discurso de diciembre de 1991, con el que sellaba la escisión, se le añaden lágrimas a cada 12 de junio: “El antiguo sistema se derrumbó antes de que uno nuevo tuviera tiempo de empezar a funcionar y la crisis en la sociedad se hizo aún más aguda”.

Democracia relativa y estado de bienestar no garantizado. El resultado, que Vladimir Putin base su poder en parte en el regreso tanto a esa URSS como a la Rusia zarista que le precedió, lo mismo que la irrupción del partido Bolchevique como la segunda fuerza política más importante a cada elección.

Es confuso, sí, lamentar el final de un pasado que tanto se deseó aquí que terminara. A principios de los noventa, la película “Quemado por el sol” de Nikita Mijálkov fue galardonada en los premios más importantes. Filme que relataba los excesos stalinistas, la paranoia, las crueles purgas, el confinamiento de inocentes. Ante la avalancha de críticas que recibía desde Rusia, el cineasta dejó estas palabras al recibir el Óscar: “Quería decir una verdad que yo mismo no entiendo. Y quizá quería decir una verdad cruel, pero estoy seguro que una verdad cruel sin amor, es una mentira”.

Y la verdad es que lo que ha seguido, sin alcanzar ni por mucho al anhelo, de ninguna forma puede ser peor a lo de antes. Incluso en este presente de oligarcas, de ciberpiratas, de oposición reprimida, del zarismo-putinismo.

Rusia no es tan simple: ni para lo bueno, ni para lo malo. Mucho menos etiquetable, como a Hollywood y a James Bond les encanta. Faltaría más, cuando lo mismo se es vecino de Polonia que de Alaska, cuando se acarrean tan intensos pasajes históricos.

Twitter/albertolati

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