Un gigante que históricamente ha apostado por la soledad acaso porque se percibe superior, porque desconfía y, sobre todo, porque nada más así se siente seguro.

Singularidad rusa que se refleja en dos frases del zar Alejandro III. La primera, dicha en un contexto de negociación de tratados, como para que nadie pretendiera confundir con promesas de apoyo: “Rusia sólo tiene dos aliados: su fuerza armada y su fuerza naval”. La segunda, al insistir el embajador de una gran potencia europea que estaba urgido de verle: “Cuando el zar ruso está pescando, Europa puede esperar”.

Resumen, las dos, de una Rusia que a lo largo de diversas etapas ha optado por la cerrazón, por la excepcionalidad, por el aislamiento, incluso por rodearse de países satélite que ensancharan esa capa protectora contra lo ajeno -pensemos en Polonia, Hungría o Checoslovaquia durante la Guerra Fría; pensemos en la reciente pugna con Ucrania cuando pretendió alejarse de su esfera de dominio; pensemos incluso en cuando se metió a Afganistán, al sur de las entonces fronteras soviéticas.

Traigo todo eso a colación, cuando, con pretexto de la Copa del Mundo, Rusia se abre a decenas de miles de visitantes de todo el planeta y cámaras que emitirán su rutina de forma permanente.

Su intención es ser retratada más no juzgada, enfatizando que para ella no caben las varas de medir Occidentales o, más importante, que ni siquiera pertenece del todo a la civilización Occidental: es como es, a su euroasiática manera, tal como ese símbolo del águila bicéfala ilustra: con una mirada viendo hacia Europa y la otra en dirección a Asia, tomando lo que le place de cada lado.

¿Derechos humanos? ¿Democracia? ¿Libertad de expresión y oposición política? A muchos rusos eso les tiene sin cuidado. Máxime cuando en su imaginario colectivo está tan metida la idea de que cuando llegó la democracia, en los noventa, Occidente lucró con su pobreza y todo fue peor que durante la URSS. A propósito de eso, el intrigante Eduard Limónov, retratado por Emmanuel Carrere en un soberbio libro, ha explicado: “Después de 1991, después de Gorbachov y Yeltsin, Europa interpretó el papel de conquistador de Rusia y Rusia lo aceptó”.

Limónov, poeta y nacionalista, lejos de inconformarse con los poderes de Vladimir Putin, exige mayor dureza al Estado; lejos de protestar la represión, la justifica; el propio nombre de su agrupación política dejaba clara la mezcla de extremismos de derecha e izquierda: Natsbol, nacionalismo bolchevique, con identidad gráfica indisimuladamente parecida a la nazi y a la vez nostalgia comunista.

Demasiados temas revueltos que, lo mismo, nos pueden llevar a la aclamación popular de la intervención en Siria, de la anexión de Crimea y hasta de las sospechas de adulterar elecciones, o del culto a la imagen sin camisa del presidente Putin.

A buena parte de los rusos les gusta percibirse como una nación fuerte, intimidante, decisiva en la geopolítica internacional.

Seguir siendo ese gigante representado por un oso; gigante tan dispuesto a la soledad, que reitera como Alejandro III: cuando me ocupo de mis prioridades, todos, absolutamente todos, deben esperar…, incluso si estoy recibiendo un Mundial.

Twitter/albertolati

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