Hace unos días, el presidente francés Emmanuel Macron visitó los Estados Unidos. Una de las jornadas incluyó un discurso ante ambas Cámaras legislativas. En este, el sucesor del socialista Francois Hollande trazó un planeta muy distinto al que propone Trump. Sobre nacionalismo y aislacionismo, dijo: “Podemos elegir el aislamiento, la retirada y el nacionalismo (…) puede ser tentador para nosotros como un remedio temporal a nuestros temores. Pero cerrar la puerta al mundo no detendrá la evolución del mundo”.

En el rubro de la desigualdad: “Con nuestros aliados y socios internacionales, enfrentamos desigualdades creadas por la globalización; (debemos) mejorar la coordinación de políticas dentro del G-20 para reducir la especulación financiera y crear mecanismos para proteger (…) a la clase media, porque nuestras clases medias son la columna vertebral de nuestras democracias”. Y para cuidar el orden liberal de Occidente, pide acción: “Nuestras creencias más fuertes son desafiadas por el surgimiento de un nuevo orden mundial aún desconocido. Nuestras sociedades están preocupadas por el futuro de sus hijos (…) Hoy, la comunidad internacional necesita intensificar su juego y construir el orden mundial del siglo XXI”.

En ese nuevo mundo que describe Macron, un líder no puede atrincherarse con las memorias de un país y esperar a que todo sea como antes; pero la historia es sabia y tampoco debe ser alguien que no vea al futuro con cautela. Ante ese planeta inevitable, se necesita un líder que, a pesar de sus propias dudas –humanas, deseables–, vaya con nosotros hacia esa misma incertidumbre. Y en nuestro contexto electoral, imposible no ver las discrepancias entre la vista periférica de Macron y el miope puntero, López Obrador.

Buena parte del ethos –rasgos que conforman la identidad de algo– del proyecto de López Obrador se basa en un “retorno al pasado”; situación que apela, de manera velada, a dos premisas emocionales entre los mexicanos que, sin embargo, no se excluyen entre sí: el muy debatible “hoy estamos peor” –entendido en términos sociales; piense en una “descomposición de la sociedad”– y un simple pero potente miedo al futuro –y a sus distintas ramificaciones: incertidumbre, tensión entre naciones, automatización del empleo, cambios sociales vistos por algunos como “radicales”, contaminación, etc.–.

No en vano López Obrador ha pedido retomar la “esencia” de la Constitución de 1917 –misma que, al día de hoy, ha tenido cerca de 700 cambios para su actualización–: “Vamos a buscar que la Constitución vuelva a sus orígenes. No me importa, no me importa que digan que es el regreso al pasado” (véase: https://bit.ly/2r4O18O). Sin embargo, hay que decirlo, no queda claro a qué se refiere; insinúa, al parecer, que el espíritu del texto hoy es otro. Pero esto es debatible: sus premisas fundacionales como la educación pública laica y gratuita o la no reelección presidencial, entre otras, siguen guiando nuestras políticas.

Tampoco es casualidad que, una y otra vez, diga que sus “políticas en materia económica estarán basadas en el libro “Desarrollo estabilizador” de Antonio Ortiz Mena, exsecretario de Hacienda en los gobiernos de López Mateos y Díaz Ordaz” (véase: https://bit.ly/2GbiUB7) –recordemos que este periodo (1954-58 a 1970) fue, como define el economista Jonathan Heath, de “crecimiento económico elevado y sostenido, en un ambiente de estabilidad de precios” y un “crecimiento promedio anual (…) de 6.3 %”–.

Otras ideas de López Obrador para otro tiempo: precios de garantía en el sector agropecuario –subsidios usados para establecer un mínimo de adquisición garantizada a productores por parte del gobierno–, y “congelar” precios de la gasolina –un costosísimo subsidio masivo–. El último presidente que aplicó normas similares fue López Portillo, hace unos 40 años. Y ambas son muy poco atractivas para las empresas nacionales y extranjeras acostumbradas a competir. Asimismo, detener la inversión privada en la cadena productiva de PEMEX, sería regresar al esquema de los años 30 que obligaba al Estado a poner, por sí solo, todas las inversiones –impagable en estos tiempos de petróleo barato–.

México ha cambiado más rápido en los últimos 30 años (1988-2018) que en los anteriores 30 (1958-1988); basta con ver la composición de nuestras finanzas públicas; la creciente competencia política; nuestro rol comercial en el mundo; la relación bilateral con Estados Unidos; y la organización de la sociedad civil, para percatarnos que somos diametralmente distintos hoy de, ya no digamos 1958, sino de 1988. Pero parece que López Obrador no se ha dado cuenta, y busca atrincherarse con sus memorias de un pasado hoy idealizado.

La exaltación de momentos que ya no existen sirve para solidificar identidades colectivas, pero es mala brújula para políticas públicas y para grandes economías como México –hoy la número 15 del mundo–. Un mandato presidencial que haga uso del nacionalismo, de dosis de aislacionismo y de un excesiva aversión al futuro para negar temporalmente la globalización –y digo “temporalmente” porque su influencia es inevitable; sin embargo, debemos controlar sus extremos– podría retrasar nuestro andar económico, mismo que hoy apunta, según la firma de consultoría multinacional Pwc en un reporte reciente (véase: https://pwc.to/2vZqOrl), a llegar al lugar 7 de las mayores economías para el 2050.

Con el tránsito a esos niveles de producción podemos soñar relativamente alto en términos de saldar deudas históricas; por ejemplo, bajar a 0 ese 7.6 % de la población que aún vive en pobreza extrema –tres o más carencias sociales; ingreso tan bajo que no puede adquirir los nutrientes necesarios–; así como reducir de manera importante ese 43.6 % en situación de pobreza –al menos una carencia social; ingreso insuficiente para necesidades alimentarias y no alimentarias– (CONEVAL, 2016). Para llegar ahí necesitaremos dos cosas: lo que alguna vez escuché pedir a Enrique De la Madrid, “más mundo en México y más México en el mundo”; y líderes capaces de entender dónde –y cuándo– están parados.

@AlonsoTamez