En 1932, el teórico político Carl Schmitt publicó “El concepto de lo político”. En este, Schmitt –hasta 1936, jurista de cabecera del nazismo— delinea una de las teorías, hoy por hoy, más presentes en la estrategia política: la dicotomía “amigo-enemigo”. Se trata de la concepción bipolar de una pugna por el poder, fomentada deliberadamente por una de las facciones. Si bien la dicotomización narrativa –y por ende, operativa– no es creación de Schmitt –Lenin y el “proletarios contra capitalistas”, por ejemplo–, el alemán sí juntó las piezas para identificar sus funciones –legitimación y gobernabilidad de y en un régimen autoritario–.

La dicotomía es “natural”, e incluso arquetípica, entre los hombres: el día y la noche; el cielo y el infierno; el bien contra el mal. Y cuando se aplica a la política, claro que el enfoque funciona: Trump redujo la sociedad americana a un “ciudadanos contra políticos”; Chávez promovió, de manera simplona, un “pueblo contra el imperio” –Estados Unidos, el neoliberalismo, etc.–, cosa que Maduro continúa; y López Obrador disminuye la inmensidad del mosaico social mexicano a el “pueblo contra la mafia del poder”. Todas son actitudes reduccionistas y engañosas, pero electoralmente rentables y de fácil difusión. El verdadero reto ético, sin embargo, es identificar la pluralidad y aún así ser factor de cohesión.

Veamos este último por ser el caso mexicano. Primero, hay que decirlo: el discurso anti-López Obrador evocado en 2006 –y a veces recordado hoy– de “un peligro para México”, sigue esta lógica simplona: el país contra el tabasqueño. Visto con mayor precisión, ese no era el debate, sino una de sus cuestiones. Pero algunos mercadólogos de la política, retomando la máxima de Schmitt, decidieron polarizar el asunto a una pregunta de sí o no, y saturarla de miedo. Estos individuos se hicieron con el poder, pero de paso crearon las condiciones sociales de galvanización que explotaron con –y se unieron a– la irresponsable respuesta de López Obrador al resultado de dicha elección.

Si bien no es exclusivo de él, López Obrador ha insistido –erróneamente en términos éticos e intelectuales; exitosamente en los electorales– en dividir el país en solo dos polos, cosa que ni Anaya, Meade o Zavala han planteado hasta hoy –“El Bronco” sí, apelando al “ciudadanos contra partidos”–. Los antecedentes del PRI, en los 40 y 50, utilizaron esta táctica para diversos fines de chantaje social, aludiendo un “o estás con (el partido de) la Revolución, o contra ella”; eso les fue rentable en términos de narrativa militante. El viejo régimen también fomentaría un “México contra el comunismo” entre los 60 y 70.

Otro concepto con el que López Obrador busca aplicar el “amigo-enemigo” es uno intercambiable con “la mafia del poder”; me refiero al de “PRIAN”, que asume que los dos principales partidos en México son en realidad uno mismo, y ahí incorpora a partidos que no son sus aliados; al empresariado; a diversos intereses extranjeros; a medios y periodistas no afines a él; a las autoridades electorales, etc. El concepto del “PRIAN” claramente ignora, a propósito y con fines electorales, la rivalidad histórica entre estos –el PAN, literalmente, nació en 1939 para rivalizar con lo que entonces era el PNR–.

Por supuesto que han tenido coincidencias programáticas y posicionamientos similares en el tiempo, pero ello sucede en todos los países democráticos –¿qué sería de Estados Unidos si no coincidieran en nada el Demócrata y el Republicano? ¿O de España si el PP nunca armonizara con el PSOE?–. Perfeccionar la democracia mexicana es hacer a las personas menos vulnerables a estas visiones simplonas y engañosas de la sociedad, mismas que caen en la demagogia debido a su apelación, vía la simplificación excesiva del lenguaje y las circunstancias, a los sentimientos más elementales de la ciudadanía.

Las democracias necesitamos un nuevo consenso para la movilización de las almas políticas; uno no basado en la segmentación hueca en solo dos polos –aunque sea efectivo–, sino en la identificación de la vasta pluralidad y en la comunicación política responsable. No hablo, aclaro, de extirpar el componente de fricción inherente a la política, pero sí de evitar sus extremos. “Amigo-enemigo” está pensada para la radicalización de las partes. Por ello, sostengo que hay un dilema ético en hacer política solo para la división.

Casos lo confirman; solo falta el debate para el redireccionamiento. Tal vez a algunos, Schmitt les parezca normal porque, en efecto, su teoría apela a la naturaleza dicotómica que el hombre asimila fácilmente, pero no deja de ser una perversión del propio sistema democrático que, no olvidemos, fue ideado para la conciliación de la diversidad. El fin no puede justificar cualquier medio; este debe ser uno socialmente edificante.

@AlonsoTamez