Las redes sociales son una fábrica de opiniones y como tal, algunas de ellas contienen ingredientes mentirosos.

 

Buenas noticias. La solución es la autorregulación de quien escribe y la duda de quien lo lee.

 

En el mundo real, Andrés Manuel López Obrador difamó a José Antonio Meade al decir públicamente que el secretario de la Sedesol utiliza un reloj de varios millones de pesos. Un Casio de 400 pesos es el que utiliza Meade. ¿Qué sucedió? ¿Obrador pidió una disculpa? Si en la realidad no se reconocen las mentiras, no esperemos que desde la virtualidad se haga.

 

Las redes sociales son gimnasios donde los adjetivos obtienen “musculatura”.

 

La virtualidad sorprendió a la realidad (política) porque ya no era tan real. La distancia entre un mandatario con los peatones creció de manera exponencial. Así, los presidentes han integrado la indolencia a sus rasgos de personalidad.

 

La autorregulación debería de ser el crucero donde pasan la realidad y la virtualidad de manera simultánea.

 

En sociedades cerradas cuyas clases políticas son renuentes a la crítica y, algo peor, sus instituciones de justicia están atravesadas por la corrupción, es normal que ocurran “agresiones” y filtraciones virtuales. La correlación es clara, mientras que un presidente esté más cerca de los peatones, las agresiones virtuales disminuirán. Pero en naciones donde los mandatarios ni siquiera dan entrevistas a medios, las pedradas virtuales se multiplicarán.

 

Y no sólo ocurre en la actual Corea del Norte de Kim Jong-un, también ha ocurrido en países racionalmente avanzados, como en Francia. En 1995 una orden judicial prohibió la publicación de las memorias de uno de los médicos que atendían al presidente François Mitterrand. Una mano invisible colocó el libro en internet y Francia se enteró que su presidente gobernaba a pesar de sufrir de un cáncer que terminó por matarlo.

 

Las redes sociales son la expresión máxima de la oclocracia y en cada país, los deseos por controlar los contenidos existen. Es decir, internet es global pero polisémico. Veamos.

 

Para el norcoreano Kim Jong-un internet es una ventana hacia el exterior, y por lo tanto, un peligro porque los análisis comparativos sobre las libertades asustan al presidente.

 

En Alemania está prohibido propagar el odio en lenguaje nazi. El grupo xenófobo Pegida (Patriotas Europeos Contra la Legislación de Occidente) utiliza a las redes sociales para marcar su distancia étnica frente a “los otros”. La autorregulación es un componente de conciencia personal que ayuda a sortear legislaciones penales y/o civiles. De ahí que los integrantes de Pegida se tienen que autorregular en internet. Protestar contra los refugiados puede ser un método eufemístico de xenófobos, sin embargo lo pueden hacer midiendo su lenguaje.

 

Cualquier alemán puede insultar a la canciller Angela Merkel y no tendrá ninguna confrontación con las leyes.

 

En Francia, la libertad termina con amenazas terroristas. La Asamblea aprobó una ley sobre la libertad que tiene el gobierno para rastrear llamadas telefónicas e internet. Quien utilice Facebook o Twitter, por ejemplo, para reclutar a simpatizantes del Estado Islámico o que simplemente realice apología del terrorismo, irá a la cárcel. Ahora al gobierno le interesa más el tema del terrorismo que el de las descargas ilegales. La famosa ley Hadupi, que tanto promovió Nicolas Sarkozy, y que cancelaba el servicio de internet a aquellos internautas que descargaban servicios de manera ilegal, ha quedado derogada.

 

Al parecer, el senador mexicano Omar Fayad no se ha enterado de los efectos Snowden y Assange. Habitantes de un mundo oclocrático que se han dedicado a desenmascarar viejos hábitos.

 

Como en los exámenes psicográficos, tache la palabra anormal: Snowden, Fayad, Assange.