En 1910, Gabrielle Chanel se estableció en el número 21 de la rue Cambon en París. Como afirma el historiador François Baudot, “…estaba lista para ser ella. Era la persona correcta en el momento correcto”. El éxito no tardó en llegar, al grado de que se vio obligada a hacer crecer su negocio a los números 27, 29 y 31.

 

Ahí, en ese rincón atrás de la Place Vendôme, se modelaron, cortaron y cosieron las prendas que definieron la feminidad del siglo XX. Sin embargo, desde ahí no sólo se puede contar la historia de piezas como el vestidito negro, el traje sastre de tweed, la camelia o el bolso acolchado, sino también, de varios de los momentos de mayor maldad de la moda. Naturalmente, Chanel debe ser considerada como una buena diseñadora, quizás la más influyente de todo el siglo XX. Empero, el mismo calificativo no le va como persona. La combinación de un pasado difícil y doloroso con el triunfo absoluto hizo de Coco una mujer, más que soberbia, maldita.

 

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No le bastó, como también sugiere Baudot, “… enterrar a Worth, eclipsar a Paquin y rematar al gran Paul Poiret”, a nivel profesional. Cada vez que pudo, los desprestigió, particularmente al último, a quien sólo se refería como “P”. Un día, ambos se encontraron en un teatro. Ante su indumentaria negra, él le preguntó: ¿A quién le guarda luto, mademoiselle?, a lo que ella respondió: “¡A usted!”.

 

No fue el único al que atacó. Lo hizo prácticamente con todos sus colegas. A ellas las ignoró, como si no existieran. A ellos los atacó por homosexuales. “Vestir a las mujeres no es un oficio de hombres. Ellos las visten mal porque las desprecian. Si no les gustan las mujeres, que vistan a los hombres”, repitió más de una vez. Los señalamientos directos llegaron a ser más ofensivos. De Christian Dior decía que no vestía a las mujeres, sino que las acolchaba; de Paco Rabanne se refería como “el hojalatero de la moda”; cuando se enteró que Edward Molyneux, que le guardaba una gran admiración, se estaba quedando ciego, mencionó: “Al menos ya no podrá copiarme”; y del entonces prometedor Yves Saint Laurent comentó: “Ha tenido el valor de copiarme. Ha hecho bien. En la copia hay una cierta admiración. Cuanto más copie a Chanel, más éxito tendrá”.

 

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Su mordacidad no sólo cayó sobre modistas. Sobre Charles de Gaulle confesó que anhelaba verlo caminar encadenado por los Campos Elíseos; a Brigitte Bardot la calificó de “repulsiva” por llevar “medias ordinarias” y cubrirse con “harapos”. Uno de los señalamientos más infundados fue contra Jacqueline Kennedy: “Tiene un mal gusto espantoso y es la culpable de que su mal gusto se haya difundido por todo Estados Unidos”, sentenció. Gabrielle Chanel no fue considerada, ni siquiera con sus cercanos. A sus dos hermanos varones los negó y les pagó dinero para que se apartaran de ella. A la vez, en su negocio buscó rodearse de gente de buena cuna a quien pudiera mandar. Durante un tiempo contrató a un buen número de nobles rusos exiliados. El conde Kutusov, antiguo gobernador de Crimea, llegó a ser jefe de la recepción de la maison, un puesto lo suficientemente humillante para un aristócrata.

 

A pesar de contar con excelentes empleados, los sueldos que ofrecía no eran generosos. Cuando le pedían que les pagara más a las modelos que aguantaban su mal humor y los pinchazos con alfileres que a propósito les daba, se negaba bajo el argumento de que eran lo suficientemente bonitas como para conseguirse amantes que las mantuvieran. Sólo una vez tuvo que ceder: cuando un grupo de costureras le pidieron mejores condiciones de trabajo a cambio de terminar una colección que estaba por ser presentada. Más tarde se las cobró caro. La razón de cerrar su negocio durante la segunda guerra mundial fue poder despedirlas a todas.

 

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En 1983, en el marco del centenario del nacimiento de ‘Coco’, los dueños de Chanel buscaron un diseñador que le diera continuidad al proyecto. Eligieron al alemán Karl Lagerfeld que, desde luego, reunía las capacidades creativas suficientes para renovar las prendas icónicas de la casa. Pareciera que ‘El Káiser’ comparte algo más que el talento con su antecesora.

 

Algún día, Carla Bruni le preguntó por qué no la ponía para cerrar, vestida de novia, alguno de sus desfiles. “Porque no tienes cara de ser virgen”, le respondió. La polémica no queda ahí. Hace tiempo aseguró que Heidi Klum no funcionaba como modelo porque era pesada y tenía el busto muy grande. Hace no mucho tiempo se refirió a la cantante Adele como “un poco gorda” y a Pippa Middleton, hermana de la duquesa de Cambridge, le sugirió sólo mostrar su espalda por tener una cara no agradable.

 

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Pareciera, pues, que en la rue Cambon no sólo se cosen prendas que hacen realidad los sueños de muchas. Ahí también afloran los sentimientos perversos que, además de convertirse en las pesadillas de a quienes víctiman, sirven de arma para quienes buscan conservar la autoridad en la moda. Reyes de la moda, así también lo sean de la maldad.