Como bien describe Moisés Naím en El fin del poder, el poder no es lo que era antes: “El poder está cambiando de manos: de grandes ejércitos disciplinados a caóticas bandas de insurgentes; de gigantescas corporaciones a ágiles emprendedores; de los palacios presidenciales a las plazas públicas. Pero también está cambiando en sí mismo: cada vez es más difícil de ejercer y más fácil de perder.

 

El resultado es que los líderes actuales tienen menos poder que sus antecesores, y que el potencial para que ocurran cambios repentinos y radicales sea mayor que nunca. No soy ingenuo y mi argumento no es que el Vaticano, el Pentágono, Goldman Sachs, Google, el gobierno de México o China no tengan poder. Mi argumento es que quienes hoy en día tienen poder pueden hacer menos con él que quienes los precedieron en esos cargos o en esos roles. La energía iconoclasta de los micropoderes puede derrocar dictadores, acabar con los monopolios y abrir nuevas e increíbles oportunidades, pero también puede conducir al caos y la parálisis”.

 

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En el ámbito de la imagen empresarial, la globalización lo ha complicado todo, ya que, al igual que ha vuelto omnipresentes a las corporaciones, también ha vuelto poderosos a sus detractores, quienes han aprovechado las nuevas tecnologías para intercambiar información y coordinar sus protestas. ¿Quiénes son estos detractores anticorporativos? Se pueden dividir, para usos explicativos, en dos grandes grupos: los constituidos y los coyunturales.

 

Los primeros provienen del espectro ideológico de izquierda. No se trata de movimientos socialistas trasnochados; si bien las primeras planas de los periódicos se las llevan grupos beligerantes que gustan de irrumpir en reuniones de organismos económicos mundiales, existe un movimiento social que legitima, no siempre con razón, algunos mecanismos comerciales que bajo su óptica han contribuido a la profundización del daño ambiental y la pobreza en el mundo.

 

Son los herederos de los movimientos a los que Ernesto Zedillo Ponce de León, expresidente de México, llegara a calificar en el 2000, de manera un tanto maniquea, con el mote de “globalifóbicos”. El segundo grupo, el de los coyunturales, está compuesto por ciudadanos comunes y corrientes que optan por organizarse y manifestar su descontento por la acción específica de una corporación en un momento determinado.

 

A diferencia del primer bloque, una vez que la corporación resuelve la causa de su protesta, estos grupos tienden a disolverse rápidamente. El accionar conjunto de los grupos constituidos y los coyunturales, comenzó a cobrar relevancia a finales de los noventa y es ya una realidad con la que las empresas están obligadas a lidiar. No hay nada de malo en admitirlo: la predominancia que está adquiriendo el concepto de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) en el debate público se debe en buena medida a la capacidad de presión mediática alcanzada por estos grupos.

 

El fenómeno posmoderno de las protestas anticorporativas ha obligado a las empresas a orientar su personalidad hacia un inédito ideal de responsabilidad. Tristemente, muchos empresarios y uno que otro líder de opinión percibe esto como un obstáculo para el avance del capitalismo. Al contrario: la transparencia y la RSE son los factores de legitimidad que el capitalismo necesita para sobrevivir y fomentar un desarrollo inclusivo y sustentable. De lo que se trata, finalmente, es salvar al capitalismo de los capitalistas.

 

Post scriptum.

 

La tercera temporada de House of Cards  -disponible ya en Netflix- lanza un duro ataque contra Walmart a causa de sus bajos sueldos. La rival de Frank Underwood –el maquiavélico presidente de Estados Unidos interpretado por Kevin Spacey- apunta que uno de cada 10 empleados de Walmart recibe bonos de beneficencia del gobierno, los cuales termina por usar en las mismas tiendas de la cadena. Negocio redondo.