El 2 de octubre no se olvida, pero Magdalena quiere lo contrario. Esa tarde de miércoles, hace más de cuatro décadas, tenía 11 años y junto con su hermana de 9, desde el departamento de su familia, en el edificio San Luis Potosí de Tlatelolco, fueron testigos del paso del contingente de soldados que se dirigía a la Plaza de las Tres Culturas antes de que todo comenzara.

 

Escondidas bajo la mesa del comedor escucharon la “cohetiza”, que después supieron eran balazos, y luego los gritos. Cuando todo terminó vieron pasar a paramédicos cargando camillas. “Fue el terror y aprendes a vivir con miedo. Yo sólo quiero olvidar”, cuenta Magda.

 

En esas fechas, casi cuatro años después de su inauguración oficial, Tlatelolco ya estaba habitado casi por completo y los edificios de departamentos del que fue el conjunto habitacional modelo para México y América Latina se veían muy distintos a como lucen en la actualidad: no tenían rejas y se podía transitar libremente entre uno y otro.

 

Todavía había juegos: columpios, resbaladillas y subi-baja en los llamados cuadros (los patios pequeños que quedan entre los edificios) y aún no se perdía la costumbre de mandar a los hijos mayores a comprar el pan todas las tardes.

 

El país estaba en ebullición y el conflicto estudiantil a punto de estallar. Tlatelolco, un lugar que sus propios habitantes describieron a 24 HORAS como “marcado por la tragedia”, fue escenario importante y sus vecinos no se quedaron al margen.

 

“Cuando estaba aquí la ‘voca’ 7 (del Instituto Politécnico Nacional) todos los vecinos apoyaban a los estudiantes. Me acuerdo que en la noche, si pasaban por ahí los adultos y veían que había granaderos, desde los departamentos empezaban a golpear cacerolas y sartenes para alertar a los muchachos. Teníamos a unos vecinitos que estaban muy involucrados con el movimiento estudiantil, mi mamá les preparaba su sopa, porque ellos no sabían cocinar. La gente estaba con el movimiento”, recuerda Magdalena.

 

Esa tarde de miércoles, la del 2 de octubre del 68, en un departamento de la planta baja del edificio San Luis Potosí, se quedaron solos Magdalena (hija mayor de la familia Figueroa, de 11 años), Hilda, Lourdes y César (que en ese entonces tendría 5). Los hermanos Figueroa veían “Los Polivoces” en la televisión cuando el más pequeño, César, se asomó por la ventana a eso de las 6 de la tarde; estaba impresionado por el desfile militar que pasaba frente a su ventana y quiso salir a saludar a los soldados.

 

“Ya traían la bayoneta abierta. Me acuerdo perfecto de ellos porque llevaban la mirada perdida y tenían los ojos rojos. Se escucha un helicóptero y después una ráfaga. Escuchábamos gritos y balazos. Mi hermano me decía ‘¡pasó una guerra, hubo un desfile y ahora hay una guerra!’. Tú sentías que te dolía la garganta y empezabas a llorar pero no sabías por qué. Ahora sabemos que era el gas lacrimógeno”.

 

Magda, encargada de cuidar a sus hermanos porque su mamá había tenido que salir, contuvo el miedo y les ordenó a todos que se escondieran bajo la mesa. Tuvo que cantar canciones e inventar juegos mientras pensaba que su mamá estaba en la calle y oraba porque ni a ella ni su hermano mayor de 14 años se les hubiera ocurrido quedarse en el mitin como acostumbraban, él traía propaganda en la mochila.

 

“Hilda gritaba ‘¡Nos van a matar, nos van a matar!’, ‘¡cállate!’, le decía yo. Me asomé a la ventana y vi pasar camillas en las que llevaban a heridos y a muertos porque las ambulancias estaban sobre la calle de Manuel González. Como a las 8 se acaba el espanto y el ruido de las balas. A las 9 llega mi mamá llorando y nos dice ‘¡están bien?’; yo le contesté ‘¡mamá, estás viva!’ A las 11 se empezaron a escuchar disparos en el aire y sentíamos que iban a destrozar los edificios, porque eran bazukas”.

 

Su papá se salvó de puro milagro; trabajaba en Talleres Gráficos de la Nación y esa semana le había tocado imprimir los portacredenciales del Estado Mayor Presidencial, de pura cábula se guardó una de las que habían sobrado.

 

Esa noche del 2 de octubre cuando llegó a Tlatelolco, unos soldados le pidieron que se identificara y le preguntaron qué hacía ahí. El señor sacó su identificación y dijo que iba para su casa. Al ver el portacredenciales lo dejaron pasar y lo escoltaron para que no le pasara nada.

 

A los niños se les ordenó dormir pero no podían. Cuando la rindió el cansancio, Magdalena soñó que alguien levantaba la cobija de su cama y decía “está bien, son puras niñas”: buscando una célula de líderes estudiantiles y propaganda, los soldados revisaron cada departamento.

 

Al día siguiente se fueron de ahí. Su papá jalaba a los niños de la mano pero César vio una tanqueta en el patio de juegos y, de reojo Lourdes vio un montón de basura desperdigada en la Plaza de las Tres Culturas; aguzó la vista y se dio cuenta de que eran zapatos y ropa.

 

“Al día siguiente mandaron francotiradores que estaban en los techos y en los jardines, los niños preguntaban ‘¿ya vienen a matarnos de nuevo?’. La noche del Día de Muertos la Plaza estaba cubierta de veladoras. Los soldados las quitaron todas pero a las dos horas ya estaban ahí otra vez y nadie pasaba por la Plaza, por respeto”, recordó Lourdes.

 

“No es fácil hablar, el recuerdo de las caras no se borra y mira que ya pasaron 46 años. Parece increíble”, lamenta Magda, que ahora tiene 57. “Empiezas a hablar y te surgen recuerdos de miedo. El miedo es terrible y cada año te hacen sentir que ahí vienen de nuevo. Tlatelolco está marcado por la tragedia, pero nosotros vivimos aquí”.