Río de Janeiro.- Si hay algo que éste y cualquier chilango debe aprender en Río es que comida decente se obtiene antes de las 16:00, un minuto después uno puede condenarse devorar una hamburguesa de comida rápida o, en casos excepcionales como el de ayer, descubriendo un mítico rincón en el que el sabor y el sazón están resguardados entre las piedras de un viejo barrio.

 

 

En Río de Janeiro, sus piedras arcaicas se cuentan desde su centro. Laberíntico, nada raro, como el de decenas de ciudades. El mercado se funde con el ambulante: la misión era encontrar una churrasquería para el chilango insaciable, donde la picanha se sirviera directamente de la espada hasta que el marcador del colesterol reventara.

 

 

Pero a la odisea se la comió la hora, y sin brújula; entre el bullicio, llaveros, comercios y playeras de la canarinha; la misión churrasquería se convirtió en búsqueda de un lugar que sirviera algo más que sólo comida instantánea. Caminata para suelas gruesas, de sudor hasta en las cejas; hasta que, quizá olfato, instinto o sexto sentido, a la distancia sobre la Rua do Teatro se notó un anuncio que no enamoraba, pero el hambre ya arrebataba: “Quinta do Bacalhau”, y más abajo, “Bacalhau de verdade”.

 

 

Chilango arriesgado con intención de churrasco, convencido por la mesera, ya había ordenado “Zé do pipo” con la promesa de quedar extasiado. Casi 30 minutos pasaron para corroborar que sazón y sabor se esconde en piedras viejas. Las paredes de la Quinta no mentían. Fotografías añejas del barrio que se fue a menos, más no su Quinta, al menos cuatro reportajes en diarios brasileños y un par de premios colgados. El “Bacalhau”, y su combinación de “batata” (papa), “queijo” (queso) y cebolla hicieron que Río supiera a eso que se guarda en la memoria del turista, y de este chilango, sin que tengamos palabras para saber cómo llamarlo.