Washington. Los periodistas que cubrieron de cerca el asesinato del presidente estadunidense John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963 sintieron terror, caos y que un tsunami de información se les venía encima, en una época en la que tenía una historia aquel que dispusiera de un teléfono para contarla.

 

Y es que ese asesinato fue un “momento crucial” en la historia del periodismo estadunidense, igual que el ataque japonés a la base de Pearl Harbor en 1941 y los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, como recuerda hoy Gil Klein, profesor de la American University.

 

Para los medios locales la visita de Kennedy a Texas “era la gran historia del año”, porque en esa época los presidentes no viajaban mucho, y menos en compañía de la primera dama, en este caso Jackie Kennedy.

 

Así lo rememoró en una charla reciente en el Club de Prensa de Washington el renombrado corresponsal de la cadena CBS Bob Schieffer, quien era entonces, con 26 años, un reportero novato en el diario Fort Worth Star Telegram.

 

El 21 de noviembre el matrimonio Kennedy disfrutó de una bienvenida “abrumadora” en San Antonio, Houston y Fort Worth. “Todo el mundo llamaba ‘Jackie’ a la primera dama”, contó Schieffer.

 

Al día siguiente “la recepción en Dallas también fue muy positiva”, explicó Jim Lehrer, hoy presentador de la cadena pública PBS y entonces reportero del Dallas Times Herald.

 

La misión de Lehrer ese día era escribir sobre la seguridad de la caravana presidencial y por sus conversaciones con miembros del Servicio Secreto, el cuerpo encargado de proteger a los mandatarios estadunidenses, supo que no había “ninguna amenaza especial” contra Kennedy.

 

Según Lehrer, aunque había estado lloviendo en Dallas, el día amaneció despejado y Kennedy rechazó que la limusina en la que se iba a desplazar tuviera algún tipo de cubierta, porque no quería que la gente lo viera bajo un cristal.

 

Esa atmósfera previa de euforia ciudadana y tranquilidad en lo relativo a la seguridad hizo que lo que ocurrió fuera “un shock para todos, absolutamente sorprendente, y que nadie entendiera lo que estaba sucediendo y por qué”, sostuvo Schieffer, quien experimentó una “sensación de terror” desde el primer momento.

 

Sid Davis, corresponsal de radio para Westinghouse, iba en uno de los vehículos de prensa de la caravana presidencial cuando escuchó los tres disparos, como “tres explosiones”, que salieron del rifle de Lee Harvey Oswald y enseguida vio a la gente “corriendo y gritando”.

 

Davis, quien fue luego vicepresidente y jefe de la oficina en Washington de la cadena NBC, pudo ver a las puertas del hospital donde fue trasladado Kennedy y a miembros del Servicio Secreto limpiando la parte de atrás de la limusina.

 

“No mire, es muy horrible”, le dijeron cuando quiso acercarse.

 

Marianne Means, columnista retirada del periódico Hearst y la única periodista mujer que iba en el vehículo de la prensa aquel día, recuerda casi la misma escena: “Un coche vacío que estaban tratando de limpiar”.

 

Como miembro del pequeño grupo de periodistas que cubrió la improvisada investidura de Lyndon B. Johnson como nuevo presidente en el Air Force One de camino a Washington, a Davis le marcó el “coraje” del futuro inquilino de la Casa Blanca, así como el de Jackie Kennedy, impertérrita a su lado con su traje rosa aún cubierto de sangre.

 

Si Davis fue testigo de un momento histórico, a Schieffer lo sacó de la cama su hermano con la noticia de la muerte de Kennedy y cuando llegó al Fort Worth Star Telegram atendió una llamada telefónica que le cambió la vida: la de la madre de Oswald, Marguerite, que pedía ayuda para viajar a Dallas y ver a su hijo.

 

“¿Por qué llamó la madre de Oswald? Los periódicos eran parte esencial de una comunidad en aquellos días”, afirmó Schieffer.

 

En el trayecto a Dallas entrevistó a Marguerite, pero su historia ni siquiera fue publicada en la primera página de su periódico, y en la estación de policía se deshicieron de él cuando intentó hablar con Oswald.

 

“Hablábamos en directo con las fuentes, con los policías. Y si tenías un teléfono, tenías una historia. Eso hoy no se entiende”, comparó Schieffer.

 

En esa estación de policía a la que él llegó estaba ya su colega Lehrer, quien, en uno de los traslados de Oswald de una oficina a otra, alcanzó a gritarle: “¿Mataste al presidente?”. La respuesta fue: “Yo no he matado a nadie”.