“El Ejército mexicano cuenta con un arma poderosa para rastrear cualquier tipo de estupefaciente o explosivo”, se escucha decir a una voz masculina fuera de cuadro, durante un video que la dirección cibernética http://goo.gl/hKG8q0 adjudica a uno de los telediarios mexicanos más importantes, mientras se ve a un hombre vestido de militar empuñando un artefacto parecido al mango de una pistola de aire y provisto de una larga aguja metálica.

 

“El detector molecular GT200 puede ubicar en dónde viene oculta la droga”, continúa relatando la voz en off, mientras en el video se observa cómo el presunto militar se desplaza ante a una fila de vehículos estacionados, llevando en su mano derecha el aparato en cuestión, cuya antena dirige al frente.

 

“El soldado se coloca a un costado de los vehículos sujetos a revisión. No es necesario que los ocupantes desciendan. En unos segundos, el GT200 escanea los autos y a los pasajeros (…) Si el equipo detectó algún rastro de estupefaciente, la antena se dirigirá hacia el objetivo”. Al presunto soldado nomás le faltó hacerla de Harry Potter y exclamar: ¡Mustrame mauris! (“muéstrame la droga” en latín)

 

Vendido entre 2004 y 2011 a gobiernos de varios países -entre ellos a la administración calderonista-, el GT200 se ha convertido en uno de los más escandalosos fraudes de la historia, así como también en la más vergonzante demostración de lo mucho que perdemos como sociedad y gobierno cuando menospreciamos la consulta y la asesoría de las mujeres, hombres e instituciones dedicadas a generar conocimientos científicos y tecnológicos.

 

El GT200 y sus similares (Alpha-6, XK9 y los distintos modelos de ADE) sirven sólo para engañar a incautos. La base de su supuesto funcionamiento guarda mucha similitud con otro tipo de juguetes como las horquillas de madera que presuntamente pueden encontrar agua en el subsuelo; o el zaorismo, una superstición muy difundida en la Europa medieval, según la cual, cierta clase de chamanes o magos provistos con varitas o péndulos podían hallar tesoros enterrados; o las ouijas, una rudimentaria especie de red social del “más allá” para “chatear” con los muertos.

 

Al fenómeno por el cual a veces se mueven las varitas y péndulos zaoríes o el cursor de las ouijas se le conoce como efecto ideomotor, que, como nos refiere el divulgador Andrés Tonini “consiste en movimientos producidos de manera involuntaria, ya sea por autosugestión o influidos por factores externos, como pueden ser observaciones y comportamientos de testigos o detalles en la escena, que aparentemente pasan desapercibidos”. (http://goo.gl/D92fV4)

 

Si bien en México las recurrentes llamadas de alerta sobre la inutilidad de tales aparatos no fueron escuchadas por la opinión pública y los tomadores de decisión sino hasta que hubo detenciones, procesos judiciales y encarcelamientos totalmente aberrantes -como el caso de Juanita Velázquez-, en otros países, como Tailandia, la sospecha de que el GT200 no sirve para nada tuvo que partir de la muerte de decenas de civiles, tras el estallido de explosivos que no fueron detectados (¿cómo podrían serlo?) por ese infame truco engañabobos.

 

En México, el 13 de septiembre de 2011, el Senado de la República llevó a cabo una reunión con científicos para atender el penoso asunto del GT200. Entre los asistentes estuvieron el entonces presidente de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara Alta, Francisco Castellón; el doctor Luis Mochán, del Instituto de Ciencias Físicas de la UNAM; el doctor Arturo Menchaca, entonces presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, así como diversos especialistas y divulgadores, entre los que se encontraban Martín Bonfil y el propio Andrés Tonini.

 

En esa reunión quedó claro que cuando se recurre al pensamiento científico antes de tomar decisiones, las simples y cotidianas o las trascendentales, se acrecienta nuestra confianza y nos ponemos a salvo de los engaños. Se demostró también que hoy podríamos vernos a los ojos sin sentirnos llenos de vergüenza porque unos vivales británicos nos vieron la cara de what?

 

Como bien apunta el filósofo mexicano Óscar de la Borbolla en su libro La rebeldía de pensar: “debido a la buena fe, a la inercia que causan los prejuicios o al hecho simple de que muy pocas veces sometemos a revisión nuestras creencias, tenemos la costumbre de admitir la tranquilizadora idea de que toda la gente piensa”, pero ya se ve que no siempre es así.