Las bebidas alcohólicas existen desde hace unos ocho mil años. Diversos procesos de fermentación contribuyeron a enriquecer la dieta de los humanos desde la época conocida como Neolítico. La fermentación de la leche dio origen a los quesos. De las harinas fermentadas y horneadas surgió el pan. Al fermentarse las uvas o su mosto (jugo) se produjo el vino.

 

Queso, pan y vino constituyen una trinidad, no necesariamente santísima, pero sí rica y nutritiva, que ha estado junto a la humanidad por milenios.

 

La fermentación láctica, mediante bacterias, no produce alcohol, de modo que los quesos, el jocoque o yogurt no causan embriaguez.

 
copas-vinoEn la fermentación de harinas sí se genera alcohol, pero éste se volatiliza y consume a través de la cocción.

 

Durante la misma época en que, por accidente, se descubrieron las posibilidades fermentativas de las uvas y su transformación en vino, ocurrió algo similar con otros frutos.

 

Hoy sabemos que a las levaduras les encantan los azúcares y, en relación con determinados rangos de temperatura y otras condiciones ambientales, su encantamiento las lleva a ejecutar entusiastas y suicidas celebraciones que irradian aromas y júbilo, hasta que consumen casi toda la fructosa con que se encuentran, y terminan ahogadas en etanol.

 

Una muerte altruista y poética, sin duda.

 

Yo, al menos, la valoro en su justa dimensión y reconozco tan noble sacrificio.

 

Prácticamente cualquier fruto rico en azúcares es viable de ser transformado en algún tipo de bebida alcohólica. La piña produce tepache; las manzanas, sidra. Era común escuchar entre la gente del campo que tenían un pariente que hacía “vino” de ciruelas o de capulines o de cualquier otro fruto.

 

Ya hemos dicho que conviene llamar vino sólo al vino. Necesitamos otros nombres para referirnos a otras bebidas alcohólicas fermentadas.

 

He aquí un ejemplo correcto en el cual no se incurrió en confusiones y se logró asignar un nombre específico a una bebida alcohólica producida mediante la fermentación de cereales: la cerveza.

 

El vino y la cerveza aparecieron al mismo tiempo y han sido las bebidas alcohólicas de mayor consumo por milenios.

 

Debido a cuestiones que habría que investigar mucho más, desde muy temprano se dio un distanciamiento en cuanto al valor simbólico de ambas bebidas. Los rituales religiosos incorporaron el vino y excluyeron la cerveza, desde Mesopotamia y Egipto. También los griegos y romanos asociaron el vino a los dioses, a las peticiones y celebraciones sagradas, con frecuencia ligadas a cuestiones bélicas y territoriales.

 

La cerveza, en cambio, ha sido algo más banal e irrelevante, con menos pretensiones, más simple y facilona.

 

El mundo moderno, que asigna un precio a todo y a todos, pone en evidencia este distanciamiento que valora el vino en niveles absolutamente superiores: una cerveza grandiosa, tan pura como las alemanas, tan seductora como las belgas, tan intensa como las irlandesas (seguimos hablando de cervezas), cuesta tres o cinco euros. Una botella de un gran Musigny, mil o dos mil veces más.

 

¡Salud!