La recuperación de espacios públicos en el Distrito Federal parece ir en retroceso. Los ricos expanden y demuestran su poderío con la innecesaria exhibición de su seguridad privada. Ante la ausencia de acción de las autoridades y con toda soberbia canibalizan el espacio público.

Un buen ejemplo es Polanco. En unos meses, el famoso parque Lincoln, se perdió. A partir de la una de la tarde, la esquina de Emilio Castelar con Edgar A. Poe se convierte en el recinto de entre 30 y hasta 50 supuestos guaruras, en su mayoría armados. Hombres vestidos de gris y mala cara se paran frente al nuevo conjunto de restaurantes. Observan a sus patrones y al resto de los comensales.

 

Su presencia obstruye el tránsito vial y el peatonal. A la calle llegan autos con camionetas de guaruras que impiden el paso para proteger a sus patrones. De la banqueta se apoderan sus elementos.

 

El secuestro del espacio público por cualquier grupo armado, organizado o desorganizado, es inaceptable. En seis años hemos visto, en diversas ciudades, que lo que empieza como delimitación de territorio para protección de unos cuantos, termina en centro de batalla. El hecho de que los asistentes de los restaurantes del parque Lincoln sean ricos empresarios o políticos no reduce el riesgo de que esto ocurra. Ni su poder, ni su riqueza les da derecho a vulnerar la tranquilidad de los demás.

 

Se estima que, entre 2008 y 2012, la industria de seguridad privada en el DF haya crecido alrededor de 75%. La “democratización” del acceso a guaruras marca estatus para el usuario, pero la sustitución de servicios públicos por privados nos expone a todos. En primer lugar porque un encuentro entre dos patrones borrachos puede acabar en una balacera de gran alcance con diversas “víctimas colaterales”, diría Calderón.

 

En segundo lugar, la concentración de elementos de seguridad, sin control, abre el espacio para la infiltración de criminales que aprovechan el entorno para informarse. Se vuelve un centro de desarrollo de estrategias de extorsión, secuestro y control de la zona. Suena extremista pero, si así empezó en otras ciudades, ¿Por qué el DF habría de estar exento? El hecho de que sean los ricos quienes arman sus grupos de seguridad no los hace más seguros para los demás. Las consecuencias en Polanco ya se contabilizan en muertos: ha habido al menos tres ejecuciones, una de ellas a escasas cuadras del parque.

 

En seis años, ya debiéramos haber aprendido cuales son las normas básicas para frenar la entrada del crimen organizado a un barrio. En Polanco, los ricos con sus escoltas y las autoridades del GDF y la delegación parecen haberlo olvidado.

 

Es ardua la discusión sobre control de armas, recuperación de espacios públicos y rechazo a los grupos de autodefensa. Sin embargo, en su soberbia, ni las élites mexicanas ni las autoridades locales parecen sentirse aludidas. ¿Por qué los habitantes de Guerrero no pueden tener armas y los de Polanco sí? ¿Con qué nos garantizan que son menos peligrosos? ¿Por qué no destinan más recursos a pagar impuestos o a presionar a las autoridades para que hagan bien su trabajo en vez de pagar costosos servicios de seguridad?

 

Este no es un problema de clases sino de conciencia. En México se entiende poco el concepto del espacio público. El que tiene recursos se lo apropia. Con la guerra hemos visto las consecuencias de esta soberbia. Hasta ahora, las autoridades están atónitas. No asumen la gravedad del problema que se gesta. Ojalá se apuren a entender que tienen que actuar.