Los muertos de Calderón, como su memorial se encuentran actualmente en el limbo. Hoy sesionó el Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) y delineó la nueva estrategia de seguridad.

 

Se anunciaron seis ejes de la estrategia: planeación, prevención, respeto a Derechos Humanos, coordinación, transformación institucional y evaluación. Además, se dividió al país en cinco regiones y se crea la gendarmería nacional con 10,000 elementos. Todo esto, al parecer, previo acuerdo con los gobiernos estatales y municipales.

 

Además de los anuncios, hay señales positivas: cambió el discurso sobre la violencia, dieron el Premio de Derechos Humanos a un verdadero activista: el Padre Solalinde, activaron la ley de víctimas vetada por Calderón, incorporaron al equipo de seguridad pública a Eduardo Guerrero, principal analista de seguridad y anunciaron moderación en el uso de testigos protegidos por parte de la PGR, entre otras. Parece delinearse una estrategia de verdad.

 

Venimos de un esquema caprichoso, carente de credibilidad, con pocas pruebas y mucha publicidad. Hoy, ofrecen planeación y evaluación, orden y estructura. Hablan del uso y seguimiento de datos, elementos básicos de cualquier política pública seria.

 

En vez de confrontar, hablan de coordinar acciones con estados y municipios y destinar recursos a la prevención. El reordenamiento de la PGR y la sumisión de la policía federal a Gobernación es también una señal de volver a priorizar las leyes por encima de las balas. Parecen querer construir un estado capaz de juzgar y castigar a presuntos delincuentes (lo que nunca hemos tenido) antes que matar a quienes “creen” que lo son. Parece haber la intención de volver a la civilización aunque esta por verse si la instrumentación resulta tan tersa como el anuncio. La visión es hacia delante. Saben que aunque la sangre aparezca menos en la prensa sigue con igual intensidad en las calles.

 

En medio de este discurso bien fundamentado queda un vacío. De lo que hasta el momento ha sacado la prensa, no hay mención al pasado reciente. Desgraciadamente, uno, 100, 65,000 o 100,000 muertos son demasiados como para hacer caso omiso. Las víctimas o sus parientes, más que dinero quieren justicia. ¿Qué van a hacer con los muertos de las fosas comunes (a sabiendas que los narcos no entierran los cuerpos porque los usan como mecanismo de intimidación)? ¿Qué hacer con los familiares de los miles de muertos no investigados ni registrados? Tampoco se determina, hasta donde sé, cómo van a atender cada caso. ¿Se construirá un expediente? ¿habrá una base de datos de los muertos? ¿Qué tipo de atención darán a las víctimas, independientemente de si el fallecido era criminal o no? está última pregunta aplica tanto hacia atrás como hacia delante porque no todo se resuelve con retribuciones económicas.

 

La semana pasada, Human Rights Watch envió una carta a Peña. Menciona la existencia de 25,000 desaparecidos (producto, en parte, del desprecio de la pasada administración que se negó a registrar a los muertos) y el regreso de la tortura al ejército y la policía federal. Las prácticas tal vez cambien, pero el daño a miles de familias se mantiene impune.

 

Tan cuidadoso ha sido este gobierno con la reorientación de su discurso hacia la comprensión de la ciudadanía que sorprende tan tremenda omisión. Después de lo vivido es incomprensible que la estrategia de seguridad no incorpore directamente la atención a victimas. La omisión es tan ofensiva como el monumento que Calderón nos aventó en el campo marte.