El día de muertos de hace 80 años, el director ruso Serguei Eisenstein estaba en nuestro país en busca de captar el espíritu mexicano para su proyecto ¡Qué viva México! Su pretensión era traducir en lenguaje cinematográfico la esencia de un país donde, “como en ningún otro lugar, los senderos de la vida y la muerte se cruzan entre sí, lo mismo con postales de imágenes trágicas o en las suntuosas representaciones del triunfo sobre la vida”.

 

En el guión de Eisenstein quedaron retratados aspectos del alma mexicana que quedan a ambos lados de la luz y la sombra: la secuencia de un atardecer tropical en un lugar que “parece el mundo en su primera etapa llena de regia indolencia”; indígenas volcados a avanzar de rodillas o con ramas de cactus a modo de cruz en las espaldas durante la fiesta de Guadalupe, una celebración que es también “el recordatorio anual de la transformaciones que España realizó en una de sus colonias, hecha de sangre y sufrimiento.”

 

Junto a un reducido equipo de trabajo (el camarógrafo Eduard Tissé y su asistente personal Grigor Alexandrov), el cineasta ruso recorrió la geografía mexicana bajo la guía de nuestros tres máximos artistas de la primera mitad del siglo XX: Rivera, Siqueiros y Orozco condujeron durante 14 meses al equipo de Eisenstein por las costumbres y paisajes mexicanos que sirvieron como material para construir una sinfonía de colores, a modo de pintura mural, que abarcaría su particular visión de México a través del tiempo.

 

Aun cuando su proyecto quedaría inconcluso, la visión de Eisenstein sería reconstruida cuatro décadas después a partir de sus bocetos y apuntes. Así, ha sido posible conocer una versión más o menos cercana a la idea original que pretendía retratar el alma mexicana, mezcla de herencia indígena, una estoica resistencia a las injusticias y, como lo muestra el epílogo de su filme, un sincretismo peculiar en torno a la muerte.

 

¡Qué viva México! consta de seis apartados; un prólogo que presenta la construcción equilibrada y majestuosa de nuestro origen indígena; cuatro capítulos que avanzan de la alegría a la tragedia: “Sandunga” recrea los preparativos de una boda indígena en Tehuantepec; “Fiesta” desarrolla el ritual de la fiesta brava; “Maguey” escenifica la tragedia de un campesino victimado por rebelarse en contra de su patrón y “Soldadera” (episodio no filmado) presentaría el sacrificio de una mujer revolucionaria.

Por último, el epílogo, conocido como “Día de muertos”, se refiere al sincretismo de las distintas visiones que coexisten en México alrededor de la muerte. Mediante un baile de máscaras y calaveras de azúcar, Eisenstein buscaba retratar la significación de la muerte para el pueblo mexicano, una mezcla de respeto, libertad e inmoralidad: “Este no es el culto a la muerte ni el culto a ídolos de piedra con su silencio impresionante. No. Es el triunfo del hombre sobre la muerte mediante la burla”.

EL ORIGEN DE ¡QUÉ VIVA MÉXICO!

 

En 1928, pocos años después de recibir reconocimiento mundial por El acorazado Potemkin, Eisenstein viajó a los Estados Unidos invitado por algunos magnates de Hollywood como Douglas Fairbanks, Charles Chaplin y el hombre de Paramount, Jesse Lasky, productores que veían en él al genio que podía enseñar a los filisteos del infierno comercial estadounidense cómo filmar una película.

 

Sin embargo, la Paramount nunca aprobó ninguno de sus proyectos y Eisenstein, que había tenido modestos acercamientos a la cultura mexicana (había diseñado el set moscovita donde se filmó la adaptación de “El Mexicano” de Jack London, conocía los relatos de John Reed de México insurgente y había conocido a Rivera en la visita que el muralista hizo a Moscú en 1927), comenzó a imaginar una aventura al otro lado del Río Bravo.

Sobre todo, Eisenstein había comenzado a concebir su proyecto muchos años atrás, a partir las imágenes de la celebración del día de muertos que había encontrado en una revista alemana. En Yo, memorias inmorales (Siglo XXI, 1988), el cineasta recordaba su primer impulso por explorar nuestro país luego de conocer su celebración de calaveras y fiesta: “La impresión se me quedó clavada como una espina. Como una enfermedad incurable, el deseo de ver todo eso en la realidad. Y no sólo eso. Sino todo ese país que puede divertirse de manera semejante. – ¡México!”

 

El novelista Upton Sinclair fue quien puso a disposición del equipo un presupuesto moderado para la realización de la película. La idea original de hacer un documental poco a poco se transformó en un proyecto para filmar una representación idílica del amor y la muerte en una película “original, sobre un país original, cuya trágica historia puede ser contada sin actores ni decorados”.

Eisenstein se enamoró de un país tropical donde reconoció vínculos con su espíritu ruso. En el libro de Inga Kateritnikova, Mexico According to Eisenstein (1992), se recupera este apunte del diario personal del cineasta: “Durante mi encuentro con México, me pareció que, en esa variedad de sus contradicciones, hay una especie de proyección exterior de esas características individuales que llevo dentro de mí como un enredo de complejos”.

 

Junto con su equipo, sufrió las brutales contradicciones de nuestro territorio y cultura: la fertilidad y el desierto, el sentimiento azteca y el poder católico, la riqueza de pocos y la miseria de muchos, el matriarcado y el machismo. Todo quedaría reflejado en ¡Que viva México!

 

Luego de 10 meses de intensos viajes, Eisenstein elaboró el guión de su película y eligió como locaciones la ciudad de México, Acapulco, Oaxaca, Tehuantepec y Yucatán. Filmó 65 mil metros de película con sólo dos cámaras. Cuando aun faltaba filmar una parte (“Soldadera”), Upton Sinclair le retiró el apoyo económico. Al mismo tiempo, Eisenstein recibió la orden de volver a Rusia, pues comenzaban las purgas estalinistas y un estilo de gobernar que no toleraría el discurso siempre trasgresor del cineasta.

El material que habían filmado Eisenstein y su equipo fue vendido a los estudios de Holllywood como material adicional. Pocos años después se hicieron dos versiones del proyecto: Thunder Over Mexico y Time in the Sun en los que el cineasta ruso no tuvo ninguna participación.

Eisenstein murió sin tener la oportunidad de editar su amado filme mexicano.

Sus cintas permanecieron en el museo de Nueva York hasta 1979, cuando el gobierno ruso las adquirió. Fue entonces que Grigor Alexandrov terminó el montaje de las escenas según el guión que había dejado Eisenstein, aunque en la versión resultante se echan de menos el impacto y las metáforas que el autor habría creado durante la edición de un material con el que pretendía construir ese “poema de amor, muerte e inmortalidad” que plasmaría la visión del alma rusa sobre la muerte mexicana.

 

ACERCA DE SERGUEI EINSTEIN

 

La obra de Eisenstein (1898-1848) consta de tan sólo nueve películas. Esto se debe tanto a su corta vida como a la meticulosidad que Eisenstein imprimía a sus creaciones, en las que los rodajes eran precedidos de una minuciosa preparación de la estructura, la iconografía y el guión; además de un laborioso trabajo de montaje, que con frecuencia le tenía durante varios meses atado a las combinaciones de la moviola, lo que es el signo distintivo del enorme vigor estilístico de Eisenstein.

Se le reconoce como el autor que consiguió hacer de las películas en movimiento una verdadera fusión de todas las artes. Una de sus contribuciones más importantes fue el desarrollo del montaje de escenas a través de un método novedoso de edición y rodaje con el que conseguía una rápida sucesión de imágenes panorámicas para expresar una idea.

Luego de su aventura mexicana, al volver a Moscú, Eisentein se encontró con la progresiva hostilidad de la burocracia de Stalin, ya instalada en el poder, contra el estilo exquisito, transgresor e indomesticable del cineasta. A partir de entonces, su obra se repliega y limita a dos filmes: Alexandr Nevsky e Iván el Terrible, que le acarrearon el odio del entorno de Stalin y del propio dictador. Fue el anuncio del fin de su carrera e incluso de la aceleración de su muerte.