Si vives cada día como si fuera el último, algún día acabarás teniendo razón. Palabras tomadas del célebre discurso de Steve Jobs en Stanford, que acabaron convirtiéndose en una profecía la víspera del 5 de octubre de 2011, fecha de su muerte. Desde entonces, ríos de tinta -y millones de bits en el ciberespacio- se han dedicado a reconocer su legado.

 

Para algunos, Jobs les merece el calificativo de genio o, al menos, el de uno de los más creativos y visionarios líderes de su generación. Sin duda, sus logros han tenido un tremendo impacto en todo el mundo, como lo muestra lo familiarizado que está el común de las personas con sus productos.

 

Es frecuente que las personas al morir adquieran proporciones que las transfiguren. Muchas veces idealizamos a nuestros héroes y los elevamos a formas míticas infalibles.

 

En el caso de Jobs, no sólo se trata de una persona creativa, brillantey trabajadora en extremo sino del hecho que lo coloca en el panteón de los ídolos del management.

 

Después de todo, cuántos hombres de negocios son capaces de ostentar entre sus logros la completa transformación de cuatro industrias, como son las de la computación (Mac), la música (iPod), la comunicación móvil (iPhone) y el cine (Pixar).

 

Sin embargo, esta entronización genera el peligro de admirar sin ningún tipo de crítica su liderazgo, al punto de convertirlo en modelo a seguir. El riesgo de ver en él a un líder e imitarlo, es pasar por alto que mucho de lo que consiguió fue gracias a que se comportó como un cretino.

 

Lo alcanzado por Jobs no fue resultado exclusivo de su brillantez visionaria, su creatividad o su incansable capacidad de trabajo. El ingrediente adicional que Jobs puso fue su capacidad de comportarse como un “patán” para obtener lo que el mundo necesitaba, pero eso lo apartaba de cualidades típicas que los teóricos del liderazgo suelen destacar.

 

Respecto de qué y cuándo proporcionar información, Jobs fue siempre intolerante y cerrado. Con la prensa solía ser condescendiente, cuando no, se comportaba como su enemigo. Son célebres sus ataques a los medios de comunicación cuando éstos se referían peyorativamente a sus productos. Al interior de la compañía también se manejó con una secrecía que significó serios riesgos para la empresa; un claro ejemplo fue el caso del ocultamiento de su comprometido estado de salud cuando contrajo cáncer, algo que los accionistas le recriminaron.

 

En su estilo de mando, Jobs ejerció fuertemente la censura y el autoritarismo. Al interior de Apple la cultura predominante fue de miedo y control. Pero a pesar de la manera ruda y despectiva de ser tratados por Jobs, muchos de sus empleados le fueron sumamente devotos. Estos contrastes parecerían indicar que ser un “desgraciado” funciona en el mundo de los negocios.

 

Un célebre artículo de la Harvard Business Review, que lleva el título de “Los grandes intimidadores” (febrero de 2006), resalta que, ante problemas de muy difícil solución, un cierto tipo de perseverancia forzada puede ser de gran ayuda. Pero es necesario recordar que la excepción no hace la regla, sino que la confirma. Jobs nunca sintió remordimiento por herir a los demás. Sería atrevido afirmar que lo hiciera deliberadamente. Tal parece que nunca le importó la manera en que su proceder afectaba a quienes le rodearon: estaba demasiado ocupado en cambiar al mundo.

 

¿Podría haber conseguido de otra forma los resultados que alcanzó? Muy probablemente, pero entonces no hubiera sido Steve Jobs.

 

*El autor es director y profesor del Área Académica de Filosofía y Empresa en IPADE Business School.