Llega junio y con él, los peores augurios. La intolerancia contra el pasado intolerante es muletilla constante, tanto como la persistencia contra el cambio sin transformación; la mudanza de colores en el escudo de quien habita Los Pinos hace dos sexenios significa y prueba el fracaso de la derecha, casi en todos los sentidos.

 

Hace apenas unos días, la tecnocracia suprema (Ángel Gurría dixit) nos llevaba a sentirnos habitantes de otro planeta y de pronto, el dólar araña los quince pesos. La bolsa no entiende cataclismos planetarios, duele o no duele. Cuando llegó Calderón estaba cómodamente sentado en la poltrona de los nueve y tantos y las profundas, recurrentes y monstruosas devaluaciones del priato en nada confortan hoy a quien se ha endeudado en billetes verdes para florecer su negocio o buscar financiamiento en campañas electorales.

 

Van los mercenarios de la componenda en busca de los green backs y a cambio del dinero ofrecen impúdicamente (como terceronas codiciosas, como Celestinas), entrevistas con quien, dentro de un mes, podría colmar sus ambiciones de obra pública, venta de suministros, beneficios en la repartición de los contratos o cualquiera de los frutos posibles si hay la cercanía con el poder.

 

Mientras, desde las tribunas radiofónicas, unos a otros se acusan de horribles pecados y Ricardo Monreal saca de la chistera varios batallones de consejeros foráneos los cuales, según él, fomentan desde el “Cuarto de guerra” peñista, odio y división entre los mexicanos.

 

De seguro alguno de esos consejeros de Peña colgó la manta de infamia cuando en la Estela de Luz los 132 se preguntaban ansiosos dónde está el nuevo Aburto.

 

Con el perdón de Eliot, pero no es abril sino junio nuestro mes más cruel. Si en la tierra yerma se sacudían raíces soñolientas y el verano era sorpresa de aguacero, este mes nos encuentra entre tornados, fumarolas volcánicas, amenazas veladas y pugnas interminables.

 

Por lo pronto, el panorama se ha transformado.Un poco se han emparejado los cartones de la desventura.

 

Hace una semana, Josefina Vázquez había sufrido de manera constante y consistente. El estadio vacío, el secuestro de su propia campaña en la cual su voz es la única sin voto, la incorporación de sus adversarios en el fingido y poco eficaz rol de persuasivos colaboradores y promotores cuando más de uno de ellos la desprecia profundamente y la califica a la baja; el golpe de timón cuando se ha roto la caña y los marinos comienzan a saltar por la borda o se preocupan por la flotabilidad del excremento ajeno.

 

Pronto, la campaña de Enrique Peña sufrió un serio revés. Quizá el peor de su carrera.

 

Si bien ahora ya no importa elucidar los orígenes del asunto, el sainete en la Iberoamericana vino a cambiar no sólo la estrategia del PRI, sino el conjunto de la lucha electoral. Con inusitada velocidad surgió un movimiento cuyos alcances ahora no se pueden determinar, pero cuya acometividad ha tomado por sorpresa a muchos actores de la vida pública.

 

Las televisoras, el Instituto Federal Electoral, una cincuentena de universidades públicas y privadas; el gobierno de la Ciudad de México, el sindicato de maestros y hasta la Casa Presidencial amagada por la petición de un juicio contra Felipe Calderón (como si fuera Carlos Salinas), son muchas áreas tocadas por la bien incentivada y dirigida lucha estudiantil de propósitos no se encuentran todavía en el mar de vaguedades, pero cuyo enunciado dejaba al margen de toda crítica los planteamientos (casi hermanos gemelos) de Andrés Manuel.

 

Hacer más debates, exigir la cadena nacional, erigirse en observadores electorales, condenar el pasado y el salinismo y, en general, esa actitud en la cual el nihilismo se afirma y se autoalimenta y sale a la calle y grita de manera tan sorpresiva como para recibir hasta el apoyo del siempre inteligente secretario de Gobernación y ahora vulcanólogo, Alejandro Poiré, quien saluda la inconformidad como si fuera fruto bendito de su vientre.

 

Tras la petición de juicio a su jefe, quien hace poco se ufanaba de no recibir críticas en público ni manifestaciones en contra, ya no se sabe si aún le quedan rastros de entusiasmo democrático ante la crítica callejera.

 

Pero de pronto la campaña de Andrés Manuel también se sacude.

 

Manos comedidas le hacen llegar a la prensa una grabación de enorme majadería. Con el lenguaje habitual del “coyote”, un experto en campañas del subdesarrollo (trabajó para Umanta Olalla, dicen) plantea el requisito crematístico para lograr el triunfo electoral: seis millones de dólares. Ni siete ni cuatro. No, seis. Vaya a ver quién averigua las posibilidades mágicas del número.

 

Y quien abra la cartera recibirá a cambio de su inversión, no un bono de esperanza sino una certificación de triunfo. Ya luego lo podrá canjear, pues cuando cayera el muerto, los candidatos Mancera y López soltarían el llanto y se pondrían presumiblemente a mano con quien probara con anticipación financiera no solo su convicción sino también su generosidad.

 

Luis Costa Bonino se llama este caballero, cuya actitud nos recuerda otro personaje de apellido itálico: Lino Korrodi. Ya hablar del célebre Ugo Conti, sería demasiado.

 

Pero en el caso de los dos primeros, la maniobra es sencilla, lograr el fondeo expedito de los gastos de una campaña y después recompensar al solidario con el reparto de canonjías, mercedes, sinecuras y, a fin de cuentas, rendimientos a su esperanzada inversión.

 

Como es obvio, Andrés Manuel subió al puente de mando de su buque insignia y desde ahí, con la vista al horizonte, proclamó la inocencia de su honestidad valiente y prometió abrir todos sus papeles a la luz del mundo, mientras el señor Miguel Ángel Mancera actuó de modo menos rimbombante pero mas efectivo: presentó  una denuncia ante la Procuraduría del Distrito y encarriló el asunto por rumbo del derecho penal, no del derecho moral, si así se le pudiera llamar a la santa indignación.

 

Así lo refirió la prensa: El candidato de la coalición Movimiento Progresista a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, presentó una denuncia de hechos ante la Procuraduría General de Justicia capitalina contra quien resulte responsable por el supuesto “pase de charola” a empresarios para financiar su campaña y la de Andrés Manuel López Obrador.

 

Luego de que se diera a conocer un audio donde Adolfo Hellmundy, Luis Mandoki y Luis Costa Bonino, en casa de Luis Creel solicitaron 6 millones dólares para “ganar” la elección presidencial, el ex procurador se blindó en caso de que hubiera una conducta delictiva sobre el hecho.

 

Salvo en este caso, en el cual Manera no salió a pegar gritos por las conductas ajenas, sino mejor abogó por la propia, la respuesta del movimiento “amloísta” fue la salpicadura.

 

¡Investiguen a Peña!, decía su vocero y coordinador Ricardo Monreal.

 

Pero hoy sucede algo realmente triste. Las campañas nos muestran la suciedad relativizada. No buscan los mexicanos quien está limpio, sino quién está menos sucio. La tolerancia hacia la natural proclividad de la política a mancharse las manos es una constante resignada en estos momentos.

 

–¡Pero si todos hacen lo mismo!, es el argumento callejero para disculpar cualquier cosa y devaluar cualquier culpa. A fin de cuentas, mientras no se pruebe el flujo del dinero, el delito no se ha cometido. No existe el financiamiento ilegal en grado de tentativa, ni la solicitación es evidencia de hecho consumado.

 

–¿Tons,qué, güero, vamos?

 

Cuando Roma decaía (después de una vida imperial, cosa desconocida para nosotros), alguien pudo considerar el esplendor de su historia por la sumisión de cuatro emperadores al régimen de la ley.

 

Dice Peter Watson en su imprescindible Ideas. Historia Intelectual de la humanidad:

 

“El enorme territorio que abarcaba el Imperio Romano, estuvo gobernado por un poder absoluto, guiado por la virtud y la sabiduría. Contuvo entonces a los ejércitos la mano firme pero gentil de cuatro emperadores, todos de un carácter y autoridad tales, que inspiraban respeto involuntario. Nerva, Trajano, Adriano y los Antoninos, preservaron las formas de administración civil con gran cuidado, encantados con la imagen de libertad que ofrecían y satisfechos de poder considerarse a si mismos, los responsables servidores de las leyes”.

 

Cuando ese espíritu de servicio a la ley se acabó, vino el derrumbe.