Las ciudades mexicanas se comen a los pueblos. Uno ve los mapas prehispánicos, más aún los de la Ciudad de México que hace 500 años era un lago, y se encuentra con decenas de pueblos que uno puede imaginar la mancha urbana devorándolos uno a uno.

 

 

Yo viví hace algunos años en el Pueblo de Magdalena Atlazolpa, uno de estos que menciono aparece en los mapas prehispánicos. El pueblo tiene una que otra calle mal trazada, una iglesia antigua, pero sobre todo tradiciones. Ahora vivo en el Barrio del Niño Jesús. Casas coloniales, calles angostas, muy angostas, incluyendo un pasadizo entre dos avenidas por el que una o dos personas suelen estar durante el día concediendo derechos de paso a cambio de unos pesos.

 

 

En esta “urbanofagia” tendríamos que preguntarnos qué es más importante ¿La ciudad o el pueblo? El balance en algún momento no permitía la duda, hoy le da cabida, y creo que mañana tampoco permitirá la duda: hace tiempo se decía contundentemente La ciudad es primero; hoy hay que hacer un balance entre lo local y lo general, y mañana, sin duda, lo local mandará.

 

 

Colonias completas arrasadas por amplias avenidas, derechos comunitarios humillados para dar entrada a vías del metro, camellones arbolados sustituidos por carriles, patrimonio histórico perturbado, colonias alteradas … y ciudades que nunca acaban de resolver sus problemas, pese a haber ocasionado otros perturbando barrios y pueblos urbanos.

 

 

En Tacubaya, uno de los pueblos mayormente perturbados en la Ciudad de México, uno puede ver fraccionada la vida urbana, pero no sólo eso. En lo que se conoce como la Alameda Tacubaya hay un edificio cívico y cruzando una avenida de 6 anchos carriles, una Iglesia, la Candelaria. Es claro que ése fue el centro político – religioso de Tacubaya antes de que la ciudad se impusiera ente lo local.

 

 

Esta imagen se repite en otras ciudades: en Morelia la calle de Madero tiene 2 carriles por sentido, al llegar a la catedral se amplía a 3 carriles por sentido, la Plaza de Armas quedó recortada para ello y se construyó una frontera vial entre los edificios cívico y religioso. Lo mismo ocurrió en Guadalajara y Monterrey, con conjuntos de plazas que dan cierta espectacularidad al espacio público, pero que sin duda también procuraron ampliar el espacio vial.

 

 

Puedo mencionar otros pueblos en los que la presencia de avenidas separó la plaza y los centros habitacionales de su templo o mercado; en Iztapalapa se construyó un ancho puente peatonal, adornado con una gran cruz, para que las procesiones religiosas hacia el templo del Señor de la Cuevita no estorbaran el tráfico; en la Basílica de Guadalupe hay soluciones similares, por supuesto.

 

 

¿No tendríamos que comenzar a dar un giro hacia lo local hasta que nunca quepa en nuestras mentes la posibilidad de seguir afectando la vida en pequeño en aras de una vida en grande?

 

 

Todos quisiéramos llegar de un extremo al otro de nuestra ciudad en el menor tiempo posible, sea en transporte público o en auto, pero también podríamos cambiar nuestra perspectiva: reducir el tamaño de nuestra ciudad mental.

 

 

Hay ciudades en el mundo que decidieron aplicar moratorias en la construcción de avenidas y el resultado fue espectacular. Vancouver es una de ellas. Seguramente es muy difícil llegar de la periferia hacia el centro, pero en todo caso son más los beneficiados por no destruir para “crecer”, que quienes “gozarían” autopistas congestionadas.

 

 

Más allá de la necesidad de conectar puntos extremos, me parece mucho más importante la certidumbre de saber que el día de mañana no nos pasará una autopista por la cabeza o que no se ocupará el jardín de mi casa para un respiradero del metro. En todo caso, la solución a los problemas debe darse sorteando no sólo las restricciones técnicas o presupuestales, sino también el respeto a la vida de los barrios, pueblos y comunidades.

 

@GoberRemes