A medianoche me desperté; me había orinado Alejandro encima. Soñé que papá regresaba de la cárcel y nos venía a matar a todos porque nos habíamos portado mal con él. Ustedes trataron de robarme, decía. Primero se aventaba sobre mamá y sacaba su cuchillo y la degollaba enfrente de nosotros.

Yo vi a un señor en un árbol. Indómita dice que me lo imagino porque ella los vio como eran, policías disfrazados leyendo el Esto en la tlapalería, que estaban disimulando, que eran los mismos que entraron a la casa a sacarnos. Pero fue el hombre del árbol, estoy seguro. Fue así: estaba con mis hermanos en el patio, empacando el raticida. Me ardían las manos y tenía hambre. Pensaba en un pan que me contó Indómita, con mucha azúcar, miel y pasas, bien dorado. Lo vio en la panadería al pasar con papá, una de las veces que papá la llevó a ver a las mujeres perdidas. Yo quería que Dios me trajera el pan, porque mi mamá siempre nos decía, en secreto, que si algo queríamos, mejor se lo pidiéramos a Dios. A escondidas, porque papá dice que ese Dios de las iglesias no existe y además él resulta más fuerte; pero Dios se cuela por debajo de las puertas y por el ojo de las cerraduras y pone mucho empeño y así logra traer lo que se le pidió si papá no lo descubre, aunque eso sí, tarda mucho. Entonces pensaba yo en el pan y fue cuando vi al hombre del árbol. Allá trepado hasta la copa, sentado en una rama como un pájaro grande, flaco el hombre, narizón, y miraba hacia donde estábamos nosotros. Iba yo a avisar a mis hermanos, pero me hizo seña de guardar silencio y me cerró el ojo. Yo pensé que quizá era Dios y me iba a traer el pan en que estaba pensando, así que no dije nada, ni a mis hermanos, ni a mi mamá y a mi papá menos. Ésa fue la única vez que me pude aguantar con un secreto adentro, y a la mejor por eso se llevaron a papá.

 

Nosotros casi no sabíamos leer, escribir menos. Hubiéramos tenido que ir a la escuela, decía mamá, pero papá creía que no era necesario. ¿Para qué?, si estaba creando en nosotros seres nuevos, y al apartarnos de todo mal, de todas las influencias nefastas que el mundo de afuera presentaba con sus escuelas del pecado, la frivolidad, las vestimentas indecentes, el culto al dinero que corrompía, nuestra alma sería limpia y pura, distinta del resto de los humanos. Si a veces nos castigaba con dureza o hacía con nosotros cosas que no podíamos comprender, añadía con una sonrisa, era por nuestro bien. Nuestra comida sencilla, nuestra ropa sin adorno, el silencio que guardábamos, todo era para mejorar nuestra condición humana. Él hubiera querido comprar un rancho en Tabasco o en Chiapas, para criarnos en la naturaleza, sin ninguna influencia de la nefasta civilización del hombre, pero como mi mamá se gastó el dinero, de momento no lo podía hacer. Mi madre decía que ella no se gastó nada; al principio lo decía fuerte, se quejaba, pero al cabo de los años con los golpes se convenció.

 

Papá era el más fuerte, el más seguro, la verdad es que no paraba de hablarnos. Aquí, en esta casa sencilla y pobre pero muy honesta, recitaba en todas las comidas, estamos creando un paraíso de almas impolutas. Un día, mi hermano Bienvivir me dijo en secreto: impolutas suena igual que putas, pero papá lo oyó y se lo llevó al sótano sin decir nada. Luego escuchamos los gritos de Bienvivir porque lo agarró a cinturonazos. Luego lo dejó ahí y regresó a preguntarme: ¿Qué te dijo tu hermano? Yo moví la cabeza; no oí, señor, contesté. Sólo me salvé por eso, pero me dio chorrillo. Al día siguiente no pude aguantarme, y le confesé que sí lo había escuchado: impolutas putas.

Antes, mucho antes de que yo viera al señor del árbol, un día, Libre se subió al árbol del patio y vio el mundo de afuera. Se enamoró de una mujer, nos dijo; yo no sabía qué era eso de enamorarse, pero Indómita me lo explicó: ves a alguien que te gusta mucho y te abrazas y te besas. Yo ya estoy enamorada y me iré un día con un hombre. Así seré libre. Yo pensé que ella quería ser mi hermano que se llamaba Libre, no entendí. Estaba muy enojada porque papá nunca la iba a dejar casarse. ¿Y con quién te vas a casar? No sé, me contestó, lo que yo quiero es casarme. Todos subimos al árbol por turnos y vimos a la gente en la calle. Eran como muñecos, incluso la manera en que se vestían me impresionó, las mujeres con los labios pintados, rojos, rojos. Ése debe ser el pecado, pensé. ¿Ya viste a mi amor?, me dijo Libre. ¿Cuál es? Ésa, ésa, ésa, todas, con todas quiero. No sé qué les había picado a mis hermanos, estaban como locos. Me atormentaba mucho saber que se querían ir, con todos los peligros de afuera, todo lo que decía papá que nos iba a lastimar y a convertir en personas sucias.

En las últimas fechas, todos cuchicheaban en la casa y mi mamá también, pero a mí no me decían nada. Yo lo agradecía, porque saber sus planes me atormentaba y no podía guardarme los secretos.

Soñaba con ese pan que me dijo Indómita y entonces vi al señor del árbol.

 

Por fuerza entraron en la casa cuando papá abría la puerta para salir. Por fuerza entraron y a papá le pusieron unos fierros en las manos para que no se pudiera defender. Mamá e Indómita corrieron a enseñarles dónde tenía papá la pistola, el cuchillo, el taller para fabricar el veneno, y todos esos hombres se nos quedaron viendo como si fuéramos unos animales cochinos y asustados, como ratas. Entre ellos estaba el hombre del árbol, me cerró el ojo.

 

Mi conciencia está muy tranquila, como siempre soy el blanco de todos, como siempre lo he dicho, hay gente que me odia. Pero ahora realmente todos me están atacando, y en ningún momento provoqué nada. Nunca he insultado ni amenazado a mi mujer ni a mis hijos; mi mujer y mis hijos sí me han insultado a mí. Simplemente he cumplido con mis obligaciones de padre en la forma que yo las entiendo. Nadie debe inmiscuirse en la forma que yo eduque a mis hijos. Ahora se trata de coartar la libertad de mis derechos legítimos como padre de familia. Esas cosas dijo papá en la policía. Todos teníamos miedo, pero mamá no se calló, fue como si se despertara de su sueño de siempre. Hasta contó cómo se murieron Soberano e Insumisa, mis pequeños hermanos, porque papá no dejó que los llevaran al doctor. Papá nos vio con ojos de fuego: les dijeron cosas, les dieron ideas, y acusó al señor Pérez de la tlapalería, con el que Indómita, dijo, se quería casar. Nunca dejaré que te cases, le dijo una vez. Ahora no lo repitió. Estaba cambiado enfrente de los policías, parecía que nosotros éramos los locos, que nosotros lo tratábamos mal, que queríamos robarnos su dinero. Él siempre nos había dado todo, nos llevaba a todas partes, pero éramos malagradecidos. Cuando se lo llevaban los policías, se me quedó viendo, como si esperara que confesara algo, pero no supe qué decir, por más que busqué en mi cabeza, entre lo poco que sabía.

 

Ahora dormimos todos en un cuarto largo y nos cuidan unas enfermeras. Entra mucha luz y no hallo dónde refugiarme del sol, no estoy acostumbrado. Todos los días salimos a caminar por el barrio y buscamos a las mujeres malas, pero se han escondido desde que papá no está. En las noches tengo pesadillas, me orino en la cama. Pienso que quizá debí haberle avisado a papá del hombre del árbol, quizá fue por mi culpa que atraparon a mi papá y lo metieron a la cárcel y luego al manicomio. Que no lo suelten nunca, reza mamá, y yo también le pido a Dios, porque si sale, estoy seguro de que vendrá a buscarme.