En la vorágine informativa de la última semana, el informe de Human Rights Watch pasó a segundo término. Sus resultados fueron difundidos y, como de costumbre, desestimados por el gobierno.

 

El informe enfatiza, entre otros, en un elemento digno de ser retomado: las ejecuciones extrainstitucionales. Encontraron un elevado número de homicidios realizados por la fuerza pública. La respuesta oficial como siempre es negarlo todo y descalificar la metodología.

 

El presidente dice que son los criminales los que violan los derechos humanos. Blake insistía: “en el país existe una política de Estado que garantiza los derechos humanos de todas las personas y que cualquier autoridad que los viola es castigada y puesta a disposición de la justicia”. Rechazan la evidente descomposición institucional, pero la realidad no coincide con su discurso: el índice de impunidad se mantiene en 99%.

 

Es obvia la existencia de “violentos” que matan y secuestran pero entre ellos, inevitablemente, hay funcionarios públicos. Nadie afirma que el gobierno sistemáticamente viole los derechos humanos, solo Calderón se compara con los dictadores latinoamericanos.

 

El gobierno presume su compromiso con la legalidad pero reconoce que las instituciones gubernamentales, están infiltradas por los “criminales”. Porque la realidad lo evidencia y por conveniencia política, enfatizan en la coadyuvancia entre mafia y gobierno en estados y municipios. Pero hay abusos de todas las fuerzas públicas.

 

Allende las acusaciones político-electorales, la dimensión y fuerza de las organizaciones criminales no se gesto en dos días. Su insumo básico es la impunidad: la cooptación de autoridades. La fortaleza relativa de cada grupo depende en parte de su vínculo con mandos gubernamentales. En los ochenta y noventa no había una lucha sistemática contra el narcotráfico porque, en medio de la recesión, generaba derrama económica sin afectar a la población. Más que pacto era una “convivencia” basada en complicidades aisladas entre narcos, autoridades y sociedad.

 

Permitir el trasiego de droga llevó a diversos actores de todas las fuerzas públicas a cooperar y dejar pasar cargamentos. Muchos elementos quisieron o tuvieron que ser cómplices y, hoy, por sobrevivencia se tienen que limpiar. Tienen que borrar sus huellas porque ahora el viejo socio es el enemigo a vencer.

 

Esta es una de las principales explicaciones de las ejecuciones extra oficiales. Muchos  miembros de la fuerza pública tienen que aprovechar su posición para ejecutar testigos. El cambio de paradigma hace menester esta confrontación.

 

El origen mismo del crimen organizado en México explica, al menos, parte de la violación de derechos humanos y la realización de ejecuciones por parte de las fuerzas públicas. No es una política de estado pero es un problema real. Policías y militares necesitan, por un lado, aparentar resultados ante un sistema paralizado de procuración de justicia; por otro, tienen que limpiar su nombre y borrar las huellas del pasado.

 

La postura oficial ante el informe es absurda. Responsabilizan a los “violentos” de las ejecuciones pero, reconocen que son parte de sus organizaciones. Perdonan a los infiltrados en vez de aceptar lo evidente. En vez de mentir, que reiteren su compromiso con la limpia de organizaciones de seguridad.

 

La mentira insulta. Insistir en la inocencia de sus funcionarios es reiterar la falacia institucional del estado mexicano: impecable en el papel pero turbio, corrupto e incompetente en la práctica.

 

@cullenaa