Exitosa en su intento por reposicionar la imagen de México como un país en marcha y atractivo para la inversión económica, la política exterior de la administración de Enrique Peña Nieto carece, sin embargo, de una definición clara cuando se trata de tomar posiciones en temas de política internacional, especialmente si éstos están ligados a asuntos de democracia y derechos humanos.

 

La prolífica actividad de la Secretaría de Relaciones Exteriores en asuntos que tienen que ver con un enfoque económico y comercial de las relaciones internacionales no se corresponde con un rol más activo de México en foros y discusiones relacionadas con la problemática política o social, ya no digamos del mundo, sino de la región latinoamericana, en donde históricamente la Cancillería mexicana jugaba un rol importante, ya fuera como mediador y propiciador del diálogo en conflictos de otras naciones del continente o con sus posiciones en contra de regímenes dictatoriales o que violaban abiertamente las garantías y los derechos de sus sociedades.

 

Nadie pone en duda que José Antonio Meade ha sido un canciller proactivo y que en el año y meses de su gestión la política exterior mexicana ha recobrado vigor y presencia diplomática, tanto en naciones que son potencias económicas como en otros países de la región latinoamericana; pero también es claro que la prolífica actividad del canciller tiene un sesgo económico y economicista en el que la prioridad ha sido cambiar la imagen dañada de México como un el país en guerra y azotado por la violencia que nos heredó en buena parte del mundo el sexenio de Felipe Calderón y su mal manejada y sangrienta guerra contra el narcotráfico.

 

Un buen ejemplo de esa carencia de la política exterior peñista es Venezuela. La posición que ha asumido México ante el conflicto que atraviesa la nación sudamericana ha sido clara en cuanto a que nuestro país está “a favor del diálogo y la conciliación para resolver las diferencias” entre el régimen de Nicolás Maduro y los movimientos estudiantiles y opositores que se manifiestan contra la carestía y la escasez que sufre el pueblo venezolano, pero al posicionamiento mexicano le ha faltado contundencia y valor para denunciar también las formas represivas con las que el Palacio de Miraflores ha respondido a la inconformidad de sus ciudadanos.

 

Más de 39 muertos, en su mayoría jóvenes que protestaban por sus derechos, o cientos de detenidos que están en la cárcel por manifestarse, no figuraron en el discurso que el canciller Meade pronunció en Caracas durante su estancia de ayer, en el que si bien rechazó “cualquier forma de violencia”, no se refirió a que ésta ha cobrado ya vidas humanas, tanto por la cerrazón del gobierno de Maduro como por la acción armada de grupos paramilitares del chavismo que actúan contra los manifestantes con la complacencia del régimen.

 

“Hemos reiterado la convicción de que es el diálogo la mejor fórmula para encontrar una solución pacífica e institucional. Hemos manifestado nuestro rechazo a cualquier forma de violencia”, dijo.

 

Meade acompañado por su par Elías Jaua en la sede de la Cancillería venezolana, al tiempo que expresó el apoyo de México a la misión de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) que busca “fortalecer” el diálogo entre el gobierno y los grupos inconformes.

 

Pero la tibieza en el caso de Venezuela no sólo ha sido del gobierno. La izquierda mexicana, contagiada de un chavismo trasnochado, ha ignorado también la burda respuesta represiva del régimen de Maduro y ha guardado un silencio vergonzoso. Ni el PRD, el principal partido autonombrado de izquierda en el país, ni la prensa que comulga con esa ideología han querido registrar lo que ocurre en Caracas, en Táchira o en otras ciudades y regiones venezolanas y mucho menos cuestionar la brutal represión de que son objeto los movimientos sociales y estudiantiles.

 

Ha sido tan cobarde la prensa de izquierda en México que más bien la directora del principal periódico de esa tendencia, La Jornada, prefirió dar un manotazo a otro diario, La Razón, porque algunos de sus articulistas se atrevieron a cuestionar las posiciones de su diario y la defensa que ha hecho del represor Maduro. El caso, que terminó con la renuncia del periodista Pablo Hiriart a la dirección de La Razón, acusando a la directora de La Jornada, Carmen Lira, de haber presionado a los socios de su diario ante las críticas, es un buen ejemplo de que para los “izquierdistas” mexicanos la congruencia no es algo que practiquen y no siempre lo que pregonan es lo que hacen.

 

Hay quienes piensan que la posición mexicana sobre Venezuela ha sido “inteligente”, en cuanto a que ha rehuido una confrontación directa con un régimen como el de Maduro que, por lo demás, está buscando desesperado enemigos internos o extranjeros para sostener sus teorías de conspiración golpista y tratar de fortalecerse con los grupos clientelares que aún lo sostienen; pero, concediendo que tal postura sea la más conveniente diplomáticamente, tampoco puede negarse la falta de contundencia y de solidaridad regional en la neopolítica exterior de la era peñista.