Según un reporte (http://bit.ly/2mTRfdR) de la Oficina Congresional de Presupuestos (OCP) –organismo apartidista que analiza el costo e impacto económico de las legislaciones propuestas a nivel federal en los Estados Unidos–, la reforma al sistema de salud que propone el republicano Donald Trump dejaría a 24 millones de estadounidenses sin seguro médico para el año 2026, pero en el mismo rango de tiempo reduciría el déficit público en 337 billones de dólares.

 

 

Esto ha provocado reclamos de la comunidad médica –hospitales, doctores y pacientes– y de algunos republicanos que ven en la muerte del sistema conocido como “Obamacare”, su propia muerte política. Esto debido a que, de implementarse, los mayores ahorros vendrían del desmantelamiento del programa federal y estatal Medicaid, “que ayuda con los costos médicos a algunas personas de ingresos y recursos limitados (…) y ofrece beneficios (…) como servicios de cuidados en asilos de ancianos y cuidados personales” (http://bit.ly/2plkuoi).

 

 

El partido Demócrata ya celebra lo que siente será el detonante de su victoria en las intermedias del próximo año. En el otro bando, la base republicana, tradicionalmente libertaria en los asuntos fiscales, ensalza el ahorro potencial y, entre líneas y por razones ideológicas, aplaude la reducción del rango de acción –o de intromisión, según se quiera ver– del aparato estatal estadounidense.

 

 

A riesgo de desbalancear mi texto, considero que las palabras del congresista demócrata Joseph P. Kennedy III –nieto de Robert Kennedy– ejemplifican bien el intrincado debate ideológico y económico que suscita el proyecto de reforma: “Lo que esta legislación hace (…) es muy claro. Hace que la asistencia sanitaria sea más cara. Y cuanto más la necesite uno –entre más enfermo, más viejo o más pobre seas– más lejos estará (…) Es la mayor prueba del carácter de este país que enfrenta hoy a nuestra cámara: no el poder que damos a los fuertes, sino la fuerza con la que abrazamos a los débiles”.

 

 

La reforma apenas pasó en la Cámara de Representantes con una votación cardiaca: 217 a favor ante 213 en contra –con todo y los 20 republicanos que se negaron a apoyarla–. Ahora se discutirá en el Senado, y se espera una dura batalla legislativa que, probablemente, modificará algunos aspectos para lograr su aprobación en la Cámara Alta –con una frágil mayoría republicana de 52 a 48–.

 

 

En “La cuarta socialdemocracia, dos crisis y una esperanza” (Catarata, 2015), Agustín Basave afirma, tras analizar la historia y la “crisis de identidad” del ideario socialdemócrata, que la derecha nace del cálculo y la izquierda de la indignación. Entre el primero de Trump y la segunda de Kennedy III, hay una pregunta: ¿qué es más importante? Sin capacidad de indignación o proyecto de misericordia, la política es mero cálculo; pero sin éste, es demagogia. Para quienes nos preocupa la poca confianza en los gobiernos y en los políticos, esta no es una interrogante menor. Sin embargo, algo es claro: tanto en el ámbito de la representación, como en su rol de sustituto para la violencia, la política democrática –si quiere sobrevivir– debe procurar a todos aquellos en los bordes de la sociedad: los débiles, los enfermos, los viejos…

 

 

@AlonsoTamez