Hacía mucho calor aquel 7 de agosto de 1936. Sigüenza, en la provincia de Guadalajara, muy cerca de Madrid ardía por los cuatro costados. Pero no sólo por el calor. Un destacamento del bando nacional incursionaba en la ciudad, mientras la artillería pesada empezaba a bombardearla.

Todo comenzó con un misil. El pánico se apoderó de los ciudadanos que no sabían dónde esconderse. Tras el primero empezó una lluvia de misiles. Uno detrás de otro, y otro y otro más. Disparaban inmisericordes a uno y otro lado. El factor sorpresa estaba recorriendo las calles. Caían hombres, mujeres, ancianos, niños. Algunos francotiradores se apostaron en lo alto de unas casas. Disparaban desesperados, sin ningún tipo de indulgencia.

No tuvieron tiempo para repeler la agresión. Los bombardeos y disparos de un ejército bien armado como era el bando nacional no daban tregua a un pueblo aterrorizado.
Alguien subió al campanario de la Catedral. Le siguieron una decena de hombres.

Desde las alturas oteaban cómo iban ejecutando a los civiles. Pero Sigüenza resistía. Por encima de la muerte estaba el pundonor, la honra, el honor de servir a la España de un bando que no estaba de acuerdo con Francisco Franco, un dictador sin escrúpulos que, al terminar la guerra entre hermanos, se convertiría por decisión propia en un tirano que detentó el poder durante 40 años, arrastrando a España a una involución de la que tardaría en recuperarse.
A aquellos aguerridos milicianos se les sumaron otros muchos allá en la Catedral. Durante dos meses resistieron. Fueron titanes que no se iban a dejar matar por el enemigo.

Pero la puntería de las tropas nacionales era muy certera. Pronto el campanario empezó a llenarse de cadáveres. El calor los descomponía con rapidez. Tenían que lanzarlos al vacío de la calle de Sigüenza para morir otra vez, pero con dignidad. Los otros verdugos eran los misiles que caían por todo el pueblo.

La resistencia no es para siempre. A mediados de octubre, Sigüenza capituló. Más de 500 personas perdieron la vida en aquella carnicería que fue el asedio contra la ciudad de Sigüenza, cerca de Madrid.

Ahora, en 2018 son muy pocos los que continúan vivos. Eran niños pequeños cuando descubrieron qué era una guerra. Sin embargo, aquellos niños -hoy ancianos- recuerdan la batalla de su pueblo. Algunos vieron cómo ejecutaban a sus familias, otros murieron de pena. Todos quedaron marcados para siempre. Cuando mueran les acompañará el espíritu del terror y la venganza.
Salvo aquellos niños, muy pocos conocen esa historia. Tendemos a olvidar o a desinteresarnos con facilidad.

Hoy, como aquel 7 de agosto de 1936, en el pueblo de Sigüenza hace mucho calor. Tenemos que perdonarnos, que buscar la concordia de una vez por todas entre los españoles.

Han pasado más de 80 años. Sin embargo, conviene no olvidar. Mataron y murieron por nosotros.
Allá en Sigüenza como en el resto de España queda un suspiro de esperanza para no olvidar, para enterrar las disputas entre hermanos. Tardarán todavía al menos una generación más para cerrar la herida de la Guerra Civil Española.