Hay derrotas que tienen más dignidad que la victoria

Jorge Luis Borges

El éxito no debiera ser nunca el propósito de nadie, porque su gusto dura poco, sus efectos son efímeros y su enseñanza es casi nula. Las lecciones, más que de los fracasos, son producto de las derrotas, nuestras verdaderas maestras: además de darnos la experiencia necesaria, templan el carácter y fortalecen la voluntad.

La diferencia entre el fracaso y la derrota es un “no pude” contra un “esto me venció”. Y créame que es distinto. El primero es el tropiezo y la segunda la caída.

La derrota es la aceptación de que hemos sido abatidos, por una persona, una situación, una circunstancia o una coyuntura. El fracaso solo un darnos cuenta de que así no era.

Ciertamente es difícil ver la derrota como una ventaja en la era de los tiktokers, en que se privilegian los éxitos exentos de caídas y se evitan el esfuerzo y las experiencias perturbadoras.

Pero incluso a quienes afrontan bien la derrota les perturba. No es una experiencia agradable ni tiene por qué serlo, pero es imprescindible si queremos cumplir nuestras expectativas sobre nosotros mismos, mientras no seamos perfeccionistas, porque las volvemos inalcanzables.

Quienes aceptan sus derrotas y descubren a través de ellas su fortaleza y voluntad, son personas más satisfechas consigo mismas, y por tanto más felices, que quienes tienen triunfos fáciles, que no le dan sustancia a su alma, sino alimento su ego. En tal caso, tras pasar el efecto de la dopamina volverán al estado permanente de inseguridad del egótico.

Lo que todos conocemos, experimentalmente, como vacío, es lo que queda tras el éxito sin lo que realmente le da valor: la derrota. Y es que ser exitoso no es más que un estatus social, que dura lo que los demás quieren que dure; mientras que la aceptación llana de haber sido derrotado implica un encuentro personal, íntimo, del que salimos siempre mejor de lo que entramos.

Sin embargo, culturalmente la derrota ha sido identificada con debilidad. De ahí la resistencia de muchos a vivirla, de manera que se niegan a verla, a aceptarla y porfían en sus errores, sufriendo aún más derrotas que dejan pasar de largo, pensando finalmente que podrán salirse con la suya.

Así pues, estas son las derrotas más difíciles para todos: la que sufrimos por nuestra propia necedad, cuando no rehusamos a detenernos, a hacer un alto y un recuento, y continuamos haciendo las cosas mal, empeorándolas día a día.

En esta escalada en la que lo único que se fortalece es el ego y lo que toma el control es la arrogancia, mucha gente está dispuesta a morir antes de rendir la plaza. Así de grande es su miedo a la derrota, que conlleva para ellos el rechazo, muy posiblemente burla y desprecio.

Cuando ese miedo existe, es porque estamos rodeados de personas que harán justo eso que nos preocupa, pero en lugar de buscar quien nos vea amable y amorosamente en nuestras derrotas, tratamos de darle gusto a quienes, hagamos lo que hagamos, nunca se lo daremos.

Vista la vida desde la importancia vital de la derrota y no desde la superficialidad del éxito fácil, seguramente aprenderemos a sentirnos seguros de nosotros mismos ante la incertidumbre, la crítica y el rechazo, las situaciones adversas y las pérdidas, algo a lo que todo ser humano aspira, y que no se construye con a base de logros, sino de las experiencias en el proceso para coronarlos.

Ver entonces la derrota desde otro punto de vista es el principio. Después habremos de aprender, sobre la marcha, a gestionar las emociones que nos provoca, porque su comprensión y transformación es la piedra angular y, al fin y al cabo, el objetivo principal. Si no podemos con la manera en que nos sentimos cuando se presenta la derrota, jamás la aceptaremos, jamás entenderemos la vida.

   @F_DeLasFuentes

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