El humor y la curiosidad son la más pura forma de inteligencia

Roberto Bolaño

 

Si los seres humanos tuviéramos más preguntas que convicciones, la felicidad sería cosa hecha, y no esa búsqueda de por vida que tanto nos ha ocupado durante toda la historia de la civilización.

Con nuestras sobrevaloradas convicciones en ristre –mientras más necia y tercamente mejor– le declaramos la guerra a la vida, porque no es como debiera ser. Nos aferramos desesperadamente a ellas porque nos dan la ilusión de poseer otro de nuestros grandes anhelos psicoespirituales: la seguridad.

Ponemos la identidad en las creencias y las convertimos en verdades y sentencias. Entonces ya todo está dicho y juzgado para nosotros. Nada puede salirse de ese parámetro. Nos hemos estancado, autoencadenado, autolimitado.

Estar lleno de convicciones y pensando que lo que sabemos es suficiente para nosotros y debe serlo para los demás, nos ocasiona una rigidez interna que deriva en sufrimiento cada vez que confirmamos que nada es como queremos; ni siquiera nosotros mismos. Frustración y amargura son hermanas de las convicciones firmes.

Desafortunadamente, este extremo como enfoque de vida forma parte de la naturaleza humana y es el que ha imperado a lo largo de la historia. Las guerras, los genocidios, las polarizaciones sociales, la discriminación, la violencia y hasta cualquier discusión acalorada, de cualquier índole, son producto de una actitud de superioridad basada en el canon moral –arquetipo de heroicidad– de que, siendo fieles a nosotros mismos, debemos, incluso, morir defendiendo nuestras convicciones. Si son cuestión de vida o muerte, por lógica (errónea, claro) las nuestras resultan indubitablemente correctas.

Sin embargo, nuestras convicciones no son más que programaciones, adoctrinamientos que nos hacen útiles para las figuras de autoridad. Vivimos tratando de tener la razón para ser mejores que los demás, e incongruentemente creyendo en la igualdad y la equidad.

Pero existe otra vía. La actitud opuesta a esta guerra con la vida, a la convicción inamovible: la curiosidad, que implica estar lleno de preguntas sobre las cosas, todas las cosas; plantear interrogantes neutras, es decir, sin inclinación del ánimo. Cuando preguntamos curiosamente no estamos creyendo en nada en particular ni entregándole por tanto nuestras emociones. Exploramos sin expectativa.

La curiosidad no mató al gato, fue la imprudencia al curiosear. No es esa tendencia morbosa hacia la observación de la vida ajena. A eso la hemos reducido comúnmente porque la social es una vida de convicciones. Las preguntas pueden incomodar. Es lo que generalmente hacen los niños en su inocencia, y como los adultos creen que no deben responder o no saben hacerlo, inhiben una de las más poderosas potencias humanas, mutilando el proceso de raciocinio.

La curiosidad abre la mente, la pone a investigar para inteligir con alegría y contento. Pocas cosas hacen tan feliz a las personas como maravillarse al curiosear. Imagine vivir maravillado. Decía Gerry Spence, ilustre abogado estadounidense, que prefería siempre que su mente se abriera movida por la curiosidad a que se cerrara movida por la convicción. Ahí está la enorme diferencia entre preguntar y afirmar con necedad.

Quien elige el convencimiento inquebrantable petrifica su mente y opta así por la ignorancia. Quien piensa con curiosidad y pregunta, sin preferencia alguna, abre la mente, aprende, evoluciona, avanza, pero, sobre todo, se libera de las cadenas emocionales de la convicción, por lo tanto se adapta.

Las convicciones tienen su función, pero como todo dejan de ser útiles en un momento determinado. Sirven para tomar decisiones, concretar deseos y proyectos, después deben cambiar para que evolucionemos, a veces radicalmente. Pensar para renovar, no para reafirmar, es la clave de la adaptación y ésta de la felicidad.

Siempre es mejor que predominen la curiosidad y sus vástagos, las preguntas. Este simple cambio de perspectiva lo transforma todo. Curiosear sin expectativa, saber por el placer de maravillarnos, nos hace jóvenes, porque mantiene la mente flexible. En la rigidez mental está la vejez.

 

      @F_DeLasFuentes

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