A dónde quiera que vayas, ve con todo el corazón

Confucio

Nos hagan sentir mal o bien, las emociones tienen una naturaleza involuntaria y efímera. No podemos impedirlas, pero sí reprimirlas o gestionarlas; no podemos prolongarlas, pero sí recrearlas y modificarlas.

Los sentimientos, elaboraciones mentales a partir de las emociones, son, si no efímeros, si temporales, aunque pueden ser permanentes, como el amor, que es la construcción espiritual más prodigiosa del hombre, pero proviene de nuestro más poderoso instinto, el afectivo, incluso mayor que el de supervivencia.

El problema con las emociones y con los sentimientos es que no son estrictamente creaciones personales, sino, sobre todo, patrones aprendidos a partir de las neuronas espejo, íntimamente ligados, además, a las creencias con que somos formados, educados y conducidos, y como en la mayoría de las ocasiones se superponen tan poderosamente a nuestro verdadero ser, hemos dejado de saber quiénes somos en realidad y, con ello, hemos perdido la capacidad de crear nuestra propia realidad.

Sin embargo, materializar esa esencia personalísima es lo que cada uno de nosotros requiere para encontrarse consigo mismo y conocer a ciencia cierta el lugar que ocupa en el mundo, lo que nos lleva a tener dominio sobre nosotros mismos, comenzando por lo que sucede en nuestro interior. Este conocimiento es lo que nos permite llenar la vida de sentido. Mientras no lo alcancemos seguiremos llenos de miedos, ansiedades, autoengaños, justificaciones y falsas verdades.

La autenticidad, es decir, la materialización de nuestro verdadero ser, es la única vía para sentirnos completos, por tanto, plenos. La plenitud es esa realización personal que nos da la certeza absoluta de que estamos capacitados para la vida, para dejar de problematizarla; es decir, para no ver una adversidad en cada circunstancia que nos perturbe.

¿Pero cómo llegar a esa plenitud? No existe ningún camino preestablecido para nadie. Siempre es personal, pero hay algunos requisitos, como desaprender todo lo aprendido, comenzando por cuestionar su veracidad y su funcionalidad.

Empiece por anotar todo aquello que crea que es verdad, sobre usted, sobre otros y sobre el mundo. Esas son las creencias más arraigadas y, por tanto, las más difíciles de cuestionar, desestructurar y desechar. Las verdades absolutas son generalmente nuestro yugo, porque la naturaleza humana es siempre mutable.

Continúe con todas las palabras que lo autodefinan. Se sorprenderá de ver en qué basa el sentido de su propia importancia, porque seguramente habrá varios términos que se refieran a lo que hace y no a lo que es, o a lo que siente o piensa, que es por naturaleza cambiante, o a lo que usted cree que son cualidades que debiera tener y por tanto se adjudica.

Hay que vaciarse de todo ello. Hay que dejar ir los apegos a emociones, pensamientos, personas y cosas que implican esas creencias. Es un proceso, no un suceso, y la plenitud no es la meta, es el camino mismo: va creciendo conforme disminuye todo aquello que nos aleja de nuestro ser auténtico.

Así es como uno llega a convertirse en lo que ha querido ser toda su vida y está destinado a ser, pero ya había olvidado. No importa la edad. Nunca es ni temprano ni tarde. Sucede cuando debe suceder.

Se lo digo porque hoy, en la posmodernidad de las espiritualidades múltiples, no poca gente se autoexige perfección y no pocas personas la fingen mientras se fugan de sí misma en prácticas esotéricas.

El espíritu solo se realiza en la materia que Dios nos dio para habitarnos, y no se trata de una condición a cumplir, sino de la inevitabilidad. Voy a revelarle un secreto, y no soy, por supuesto, el único que lo conoce, pero es una idea que todavía está lejos de ser asimilada por la humanidad: somos la divinidad experimentándose a sí misma.

La plenitud, entonces, consiste fundamentalmente en el encuentro con Dios dentro de nosotros mismos. Oír, pues, la voz del corazón.

     @F_DeLasFuentes

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