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Héctor Zagal

(Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana)

Hoy es el Día internacional de la luz. Vale la pena dedicarle esta fecha tan sólo para recordar su importancia en los grandes avances de la humanidad. Y es que les propongo un reto: cierren sus cortinas, bajen el switch de la luz eléctrica, apaguen su celular y pasen una noche completa así. Les aseguro que será todo un desafío.

Dejen ustedes el que no haya internet, actividades tan básicas como caminar de una habitación a otra o simplemente ir al baño se vuelven muy complicadas. No les sorprenderá, entonces, imaginar lo difícil que era la vida en las penumbras.

Antiguamente, tener luz era un lujo. Si se quería leer o realizar cualquier otra actividad en la noche, se necesitaban velas, o bien, lámparas de aceite, gas o petróleo. Sobra decir que era muy caro, y hasta peligroso, tenerlas encendidas. La gente se levantaba en cuanto clareaba y se dormía cuando anochecía. Sólo los ricos podían iluminar profusamente sus casas. En las calles, la cosa no era menos grave. A pie o a carruaje, la gente se exponía a animales, baches y delincuentes. Parecía que la noche era exclusiva para dormir y nada más.

En la Nueva España, la primera calle que gozó de alumbrado público, fue un pequeño tramo de lo que hoy es República de Uruguay, en 1783. De hecho, si hoy se pasean por ahí, encontrarán una placa que así lo documenta.

En 1790, el virrey Vicente de Güemes mandó colocar farolas alrededor en más calles de la capital. Las lámparas eran de hoja de lata y se alimentaban con aceite. Además, se puso en marcha una especie de policía nocturna a la que se conocía como los “serenos”. El motivo es que cada hora, estos guardias decían: “Las ocho y todo sereno, las nueve y todo sereno…”. Con el tiempo, la iluminación fue mejorando. En 1872, el presidente Lerdo de Tejada inauguró el alumbrado de la Alameda con 200 lámparas de gas. Ya no hacía falta esperar a la luna llena para dar un paseíto por aquel parque.

La historia cambió notablemente a partir de 1880, cuando Thomas Alva Edison sacó al mercado una bombilla con filamento de bambú carbonatado que tenía la capacidad de alumbrar hasta 600 horas. En realidad, la bombilla había sido patentada en 1875 y, para muchos, fue inventada por Humphry Davy en 1809, tras conseguir un arco eléctrico con una tira de carbón y una pila. El éxito de Edison fue fabricar un modelo comercial que realmente funcionara.

Para 1881 se colocaron 40 focos eléctricos en la ciudad. Aunque esto fue durante la presidencia de Manuel González. La iluminación del país se aceleró durante el Porfiriato y lo podemos apreciar si echamos un vistazo a las fotos del Centenario. La luz eléctrica fue una de las principales protagonistas, como sucedió con el arco del triunfo efímero que se colocó en la colonia Roma.

Quizá los gobiernos tengan alguna manía con utilizar luz eléctrica en las celebraciones de la Independencia. Algunos recordarán que, para las fiestas del Bicentenario, el gran monumento que se pensó en edificar fue ni más ni menos que La Estela de Luz. Sí, esa que se inauguró dos años después del Bicentenario y que hoy nunca tiene luz.

Pero, fuera de bromas, debemos ser conscientes de la relevancia que hoy la luz eléctrica tiene en nuestras vidas. Es imposible imaginar la sociedad económicamente desarrollada sin este elemento en la ecuación. Nos toca fomentar su cuidado mediante un consumo responsable y armónico con el medio ambiente. ¿Qué sería de nosotros si tuviésemos que regresar a la época de las penumbras? ¿Sabían que 723 millones de personas viven sin energía eléctrica en sus casas? Una cifra escalofriante.

Sapere aude!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana