Héctor Zagal

El viernes 18 de marzo se celebra el Día Mundial del Sueño. La fecha cambia cada año, pero siempre es el viernes antes del equinoccio de primavera. Por lo general, una persona duerme entre 6 y 8 horas. Una persona pasa un promedio de 26 años de su vida dormida. Y de estos 25 años, 4 años los pasamos soñando.

Dormir es una necesidad fisiológica. La Asociación Mundial de Medicina del Sueño considera que nuestro acelerado ritmo de vida ha disminuido nuestro tiempo de sueño, lo que amenaza directamente nuestra calidad de vida. Junto con una dieta balanceada y ejercicio regular, un buen sueño es fundamental para mantenernos sanos. No dormir bien, de acuerdo con los especialistas, genera más apetito por alimentos poco saludables; nos vuelve más propensos a sufrir depresión y ansiedad y nos pone en riesgo de sufrir accidentes laborales y automovilísticos. A esto hay que añadirle los claros síntomas de falta de energía, irritabilidad y dificultad para poner atención y aprender cosas nuevas. Una buena noche de sueño realmente puede hacer maravillas por nosotros. Desde tiempos antiguos se tiene conocimiento del poder restaurador de los sueños. En los templos dedicados a Asclepio, dios de la medicina en la mitología de la antigua Grecia, hijo del dios Apolo y de la mortal Coronis, solía darse un narcótico especial a los enfermos para que durmieran profundamente y, así, se recuperaran de sus aflicciones.

Queda claro que dormir y descansar son actividades fundamentales para la salud, pero ¿qué pasa con los sueños? ¿Tienen algún valor simbólico o no son más que fantasmas de los sentidos? ¿Son mensajes de los dioses? ¿O quizás un medio adivinatorio? ¿Y si fueran el límite entre la vida y la muerte? ¿O algo así como un quemón personal donde surgen nuestros más obscuros deseos?

En la Antigüedad, los sueños eran considerados mensajes divinos. Morfeo, uno de los hijos de Somnos, era considerado el dios del ensueño en la antigua Grecia. Morfeo se mostraba con figura humana ante los mortales y les revelaba toda clase de secretos. Los sueños también servían (sic) para adivinar. Por ejemplo, Sócrates, nos cuenta Diógenes Laercio, soñó que un cisne posado en sus rodillas se transformaba en un pájaro adulto y volaba hacia el cielo al tiempo que emitía en canto fascinante. Al día siguiente se le presentó Platón como estudiante y reconoció en él al cisne.

Los sueños también eran considerados un límite entre la vida y la muerte. Homero sitúa los sueños en estrecha proximidad con la morada de los muertos. Los sueños homéricos son apariciones, phantasmata, lo mismo que las sombras que habitan el Hades. Patroclo, por ejemplo, se le presenta a Aquiles en sueños para pedirle pronta sepultura, pues sin ella no puede entrar al inframundo. Los sueños, en la Biblia, son proféticos, como aquellos de José. Los sueños bíblicos son símbolos que disfrazan un sentido más profundo del que presentan explícitamente, por lo que necesitan interpretación para descifrar el mensaje divino.

Aristóteles, en cambio, creía que los sueños son producto de vapores que suben a la cabeza cuando el aparato digestivo se enfría por falta de movimiento. Además, Aristóteles niega que tengan algún sentido, pues no son más que espejismos o ilusiones de los sentidos aprovechados por la incansable imaginación. Platón, considera que los sueños aparecen cuando la parte racional duerme y la parte bestial se abre paso. Pero esto no significa que los sueños no tengan sentido. El alma, cree Platón, liberada del yugo racional, se atreve a todo y por ello la imaginación nos muestra escenas insólitas. Freud coincide con Platón en este punto. Para Freud, los sueños surgen debido a que no hay una función psíquica que censure del todo nuestros deseos más íntimos e inconscientes.

¿Qué opinan? ¿Ustedes con qué sueñan?

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana