Alberto Lati

Era tan inminente como inevitable que al cerco mundial colocado en torno a Rusia, a raíz de su invasión a Ucrania, se adhiriera el deporte.

Más pronto que tarde iba a suceder, pese a que la FIFA pretendió navegar bajo la bandera del no pasa nada y de entrada (todavía el domingo), había limitado su castigo a que el equipo no representara a Rusia sino a su federación de futbol.

Muchos se han indignado con la medida que llegó un día después (la inhabilitación de toda representación rusa por FIFA, UEFA y la mayoría de las federaciones deportivas) bajo una serie de argumentos: que los jugadores y atletas no tienen la culpa de lo que hagan sus gobernantes; que el deporte ha de ser apolítico; que por qué no se procedió igual con los equipos de otras naciones que en el pasado invadieron y violaron regulaciones internacionales.

Ante el primer argumento lo que puedo responder es que es cierto, ninguna culpa tienen los atletas (muchos de ellos adversos a la postura de Vladimir Putin) y, sin embargo, terminarán pagándolo al perder el sueño de ir a un Mundial, seguir adelante en una Europa League o verse marginados de innumerables eventos. Sucede que el deporte no puede prestarse para legitimar lo ilegitimable… lo que no quita que muchísimas veces lo haya hecho; para no ir muy lejos, en los Juegos invernales de Sochi 2014, cuando a unos metros del Estadio Olímpico se encontraba Abjasia, región de Georgia tomada por rebeldes pro-rusos respaldados desde Moscú; o el mismo Mundial 2018, cuando Rusia ya se había anexado Crimea y sus rebeldes ahora habían tomado Luhansk y Donetsk, evento del que Putin hasta salió condecorado por la FIFA. No obstante, más allá de Rusia, abundan los ejemplos de inacción y hasta complicidad: el Mundial de 1978 nunca debió ser en la Argentina de la Junta Militar, ni Seúl debió recibir los Olímpicos de 1988 teniendo una dictadura (misma que, para cuando inició el evento, ya había dado pie a la democracia).

Existen numerosos antecedentes de sanciones deportivas por culpa del régimen. Los más notorios fueron tras las guerras mundiales (Alemania no pudo ir a Amberes 1920 ni a Londres 1948, como tampoco al Mundial de Brasil 1950), pero tenemos muchos más: la Sudáfrica del apartheid fuera de los sesenta a los noventa, el Afganistán de los talibanes marginado de Sídney 2000, la Yugoslavia de inicios de los noventa echada de la Euro 92 a diez días de su debut, la Camboya del brutal genocidio de los setenta sancionada aunque poco le importó en su paranoia antioccidental, la Sudán de los crímenes en Darfur inhabilitada por varias federaciones.

Un caso paradigmático y muy penoso aconteció en la eliminatoria rumbo a Alemania 1974. Con el derrocamiento del presidente democráticamente electo, Salvador Allende, por las fuerzas golpistas de Pinochet, la Unión Soviética se negó a enfrentar a la selección chilena y se armó un burlesque en el que once chilenos calificaron anotando sin rival en la cancha. Partido realizado en el Estadio Nacional de Santiago aún con olor a sangre, por su uso como centro de detención, tortura y muerte unas semanas antes. La URSS hizo lo que tenía que hacer y la FIFA volvió a hundirse en la sin-razón.

Ahora, finalmente el deporte ha dado la espalda a la Rusia de Putin a la que tanto consintió.

Twitter/albertolati

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