Francisco Diez Marina Palacios

La violencia es un fenómeno que ha permeado con particular fuerza en la esfera pública. En el fondo, radica una crisis política que debemos analizar. ¿Por qué debería importarnos esta situación? Fundamentalmente, porque es un tema alarmante que se ha propagado en todas las latitudes del orbe.

El viernes pasado murió David Amess, diputado del Partido Conservador, quien fue miembro del parlamento inglés desde 1983, tras ser apuñalado durante una reunión con sus electores en Essex.

Ahora bien, no se trató de un caso sin precedente. Jo Cox, diputada laborista, fue asesinada en junio de 2016 en condiciones similares. Fue apuñalada y atacada a tiros —a plena luz del día— en Birstall, West Yorkshire.

Este tipo de eventos trágicos deben llamarnos la atención puesto que no son exclusivos de Reino Unido; tampoco son hechos aislados. En otras regiones se han replicado acontecimientos semejantes. Por ejemplo, el asesinato del presidente haitiano, Jovenel Moïse, el 7 de julio del presente año, después de que asaltaran en plena madrugada su residencia a las afueras de Puerto Príncipe. O las desafortunadas imágenes del asalto al Capitolio a manos de simpatizantes de Donald Trump.

En México, la jornada electoral del presente año pasará al registro como la más violenta en las últimas dos décadas: 91 homicidios y 693 agresiones contra políticos y candidatos. Según el Quinto Informe de Violencia Política en México 2021, 70% de las víctimas eran aspirantes a cargos de elección popular.

El clima de violencia se propagó en distintos rincones de nuestro país; sin embargo, estuvo mayormente concentrado en los estados del sur y del Golfo. Mientras esos crímenes queden impunes, la violencia política seguirá aplicándose como un método eficaz para generar vacíos de poder y obtener el mando.

La violencia es un síntoma de una crisis política que ha debilitado nuestro marco institucional en materia de seguridad y procuración e impartición de justicia. ¿Hasta dónde podrá escalar y a qué costo? Asimismo, la violencia es reflejo de una sociedad polarizada, en la que prevalecen expresiones políticas de confrontación —llevadas a sus últimas consecuencias— en lugar de mensajes de respeto, concordia y reconciliación. Sin duda, los discursos incendiarios conducen a que la violencia predomine sobre las propuestas.

Además, vicia nuestro sistema democrático, ya que, en lugar de que la ciudadanía escoja de manera libre y secreta a sus representantes, quienes terminan delimitando la elección son grupos de interés violentos, como el crimen organizado.

Es bien sabido que en México se ha normalizado el entorno de violencia generalizada, tanto en el ámbito electoral como en el día a día de cada uno de los mexicanos. Lamentablemente, ya es una constante en la realidad mexicana. El problema debe atenderse de raíz: no por medio del uso legítimo de la fuerza del Estado, sino mediante instituciones sólidas. De lo contrario seguiremos atrapados en la trampa de la política violenta y de la violencia política —sin confundir ambos términos—.

No es la intimidación, la deslegitimación, el anonimato en redes sociales ni la violencia, la ruta para hacer valer nuestras ideas y causas.

¿O será otra de las cosas que no hacemos?

 

Consultor y profesor universitario

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