La generación millennial, y sus posteriores, tienen una idea en la cabeza: luchar por sus sueños. Existe la creencia, por más mínima, que hay un mundo de posibilidades, y que aunque las oportunidades de triunfar en ciertos sectores sea de una en un millón, nos atrevemos a intentarlo. 

Con ello, vienen otras pretensiones: desesperación por no crecer rápido en una empresa, la irónica incomodidad generada por la estabilidad, y las ganas de preguntarnos nuestro lugar en el mundo, y quién queremos ser. 

Para los jóvenes, estar en un mismo trabajo por diez años, por más hermoso que sea, es sinónimo de una cárcel. Existe la idolatría al hedonismo, a sobreponer el placer sobre el quehacer, ese misterioso puesto capaz de “llenarnos”. 

La “chamba” pasa de ser una necesidad económica a ser un encuentro con uno mismo, una reafirmación del ser o una vía obligatoria para encontrar un propósito, el sentir un avance en nuestras vidas o el satisfacer al espíritu. Estos sentimientos existencialistas se intensificaron en la crisis mundial. 

Por un lado nos hace conscientes de nuestra mortalidad y de que nada es eterno. Este es el mejor, y el peor momento, para aventarse al vacío y descubrir eso que amamos. Después de todo, estamos en una sociedad capitalista. Si vamos a vivir para ganar dinero y solo nos sentiremos importantes teniendo un trabajo estable, aunque nos absorba todo el tiempo libre, mejor que sea algo significativo, ¿no?

Pero el hacer tu sueño y al mismo tiempo ser independiente no siempre está en convivencia. Porque las dudas existenciales no conviven con la renta, o las deudas, o la despensa. Quienes están en una situación de privilegio se pueden dar el lujo de ahorrar para luego buscar su pasión, o simplemente soltar las cosas para enfocarse en encontrar su “mero mole”, aunque este no refleje ganancias económicas luego luego. 

Por otro lado, a veces es necesario ser independientes para cumplir nuestras metas. Al vivir en una sociedad centrada en normas sociales “bien vistas”, el no tener ingresos fijos todo el tiempo puede verse, sobre todo a ojos de nuestros padres, como un “fracaso”, una total pérdida de tiempo. Es fácil que sientan impaciencia, decepción y falta de empatía cuando sus hijos deciden dejar su día a día para buscar su cometido, sobre todo cuando en sus épocas esa forma de pensar era rara, y también porque eso implica sentirse aún con la responsabilidad de ver por ellos, en una cultura con ya bastantes reglas trazadas sobre la mesa. 

Aún así, queremos creer en las señales del destino. En empezar a colaborar sin paga para luego recibir la gratificación máxima del Tío Sam. En esta idea hippie de luchar por lo que nos mueve, porque esa pasión eventualmente nos dará un salario increíble. 

Aunque nadie nos dijera cómo son las cosas, nos hemos ido dando cuenta. Y si algo tenemos las nuevas generaciones, es ego y tenacidad. Convirtamos esas debilidades en cualidades.

 

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