En “Cómo termina la democracia” (2018), el profesor de Política en la Universidad de Cambridge, David Runciman, explica qué orilló a los reformadores democráticos de inicios del siglo XX a llenar los vacíos de la democracia representativa, vía la expansión del Estado, los derechos políticos y sociales, y los servicios públicos.

Una de sus conclusiones es que las condiciones económicas lo exigían, y que ignorarlas se hubiese traducido en un peligroso recelo contra la falta de resultados, hasta ese momento, de las democracias representativas —un sistema que aún no era muy popular en el mundo—. “Había espacio para acrecentar la base electoral, acrecentar la deuda, acrecentar el poder del gobierno nacional, acrecentar la base fiscal, acrecentar el sistema de partidos, acrecentar el movimiento sindical, acrecentar el sentido de confianza del público en el Estado. Había espacio para acrecentar la democracia” (p. 71).

Por ejemplo, los Estados Unidos a inicios del siglo XX acababa de salir de la “Edad Dorada” que comprendió, más o menos, de 1870 a 1900 —las presidencias de Ulysses Grant, Rutherford Hayes, el asesinado James Garfield, Chester Arthur, Benjamin Harrison, Grover Cleveland, y del también asesinado William McKinley—. En esos años se vio una industrialización acelerada, el crecimiento real de los salarios de hasta un 60%, pero también una enorme concentración de la riqueza, la aparición de los grandes barones del dinero como J.P. Morgan y John D. Rockefeller, así como una pobreza rampante, especialmente entre los millones de inmigrantes que llegaban a América en busca de trabajo.

Este contexto fue el motor de la posterior “Era Progresista”, que abarcaría hasta inicios de la década de 1920. En este periodo, que comprendió las presidencias de Theodore Roosevelt, William Taft y Woodrow Wilson, se darían grandes conquistas en respuesta a los excesos de la “Edad Dorada”: se logró el voto femenino, la elección directa de senadores y se habilitaron los referendums; se combatieron los monopolios, se domó al gran capital y creció el poder del Estado; se expandieron los sindicatos y se ampliaron los derechos laborales; aumentaron las capacidades regulatorias del gobierno en temas sanitarios y alimentarios —se creó la FDA en 1906—; y se popularizaron agendas ecologistas como el conservacionismo de animales y regiones.

Gracias a que estos avances se empezaron a dar hace varias décadas en la mayoría de las democracias defectuosas del momento —y que, en parte, fueron copiados poco a poco por aspirantes a demócratas como México, vía el voto a la mujer, el crecimiento del sistema de partidos, un mayor poder regulatorio del Estado, un aumento de la base fiscal, y otros—, es que el hoy espacio para conquistas sociales, económicas y políticas, es menor.

Por supuesto que hay agendas pendientes como el acceso igualitario a la justicia o la excesiva desigualdad de la riqueza, y con el tiempo aparecen nuevas. Pero antes, las reformas democratizadoras eran pasos agigantados porque las sociedades eran muy poco democráticas. Teníamos todo por ganar. Hoy, en cambio, es mucho más difícil dar grandes zancadas, porque la base electoral ya suele incluir a todos los adultos; se han ampliado los servicios de salud y otros; se recaudan más impuestos —lo que permite mayores experimentos públicos—; se permiten todo tipo de partidos políticos —salvo ciertas excepciones injustificables—; y un largo etcétera.

No obstante, en el México de 2020, aún es muy pertinente preguntarnos: ¿qué podemos hacer más grande?, ¿cómo ampliar la democracia sin caer en la demagogia o la tiranía de la mayoría?, ¿cómo domar a los poderes informales que retan la supremacía del Estado?, ¿cómo expandir los derechos laborales tradicionales, pero también los que empiezan a tener sentido en la era digital?, ¿cómo recaudar más dinero para nuevos experimentos públicos, pero sin ahorcar al contribuyente promedio?

Estos pasos podrían parecer pequeños en comparación con las grandes transformaciones que se dieron en el siglo XX mexicano: la progresista Constitución de 1917, el Banco de México, el IMSS, el voto femenino, el ISSSTE, el “milagro mexicano” y su impacto positivo en la clase media, el componente democratizador del movimiento estudiantil del 68, la reforma política de 1977 y sus cambios en el sistema de partidos, la apertura de México al comercio mundial mediante el GATT, la creación del SAT, el IFE y el nuevo modelo electoral, y la alternancia en el año 2000.

Entonces sí, actualmente los pasos son más chicos, pero eso no implica que no se deban de tomar. Sabemos que a mayor democratización, menores los sobresaltos nacionales. Esto porque el sistema busca reducir la arbitrariedad en las decisiones que nos afectan a todos. Por ende, con sus procesos, reglas y justificaciones morales, la democracia hace de la vida en sociedad algo menos extremo y menos impredecible.

Sin embargo, convencer a una comunidad global hiperconectada que ya ha perdido la paciencia —a veces con razón, otras no tanto— de los beneficios del reformismo gradual, al tiempo que aumentamos la velocidad y capacidad de respuesta del Estado como ocurrió a inicios del siglo XX en varios países, es uno de los mayores desafíos democráticos de las próximas décadas. Un paso pequeño sigue siendo un paso.

@AlonsoTamez