Lo habrán visto: un grupo de personas que cargan con la pesadilla de tener familiares desaparecidos se acercó a la camioneta del Presidente (quedaron atrás los tiempos del Jetta y el Tsuru: la austeridad viaja en blindada) para exigirle que las atendiera. Quien sea que fuera al volante, decidió, despacito pero sin frenar, arrimarles lámina. La escena, menor en el contexto desaforado en que se mueve diariamente este régimen, pero triste y ofensiva, ejemplifica, me parece, dos de sus características más criticables.

         La primera es la justificación absurda de un hecho reprobable. La explicación del Presidente, horas después, fue que no pudo dialogar con la gente que se lo reclamaba por aquello de la sana distancia. Híjole. Hablamos del presidente del “Mordisco Tour”. Del que se niega a usar cubrebocas. O, como le reclamaron ahí mismo, del que luego sí se baja del coche y hasta camina para dar un saludo: “¡Solo atiendes a la mamá del Chapo!”, le gritaron al menos en dos ocasiones.

         La segunda, y sin duda la más grave, es la absoluta indiferencia, o más: la franca irritación, la molestia abierta, que le provoca cualquier quejoso que no aparezca en el librito de víctimas aceptables, víctimas-pueblo bueno, víctimas-hagámonos la selfie. O sea, las víctimas que no entran en los “programas sociales”, que son, hemos visto, muchísimas, desde los desempleados por la pandemia, hasta los padres de niños con cáncer, hasta las mujeres víctimas de violencia, hasta, sí, las familias de personas desaparecidas.

         La escena de Veracruz no es la primera en su tipo. Al Presidente son ya varios los grupos de personas o los individuos desesperados que lo increpan, le hacen reclamaciones y lo contradicen en sus comparecencias, porque no llegan las ayudas o porque los estrangula el crimen organizado. Se entiende. Con una indiscutible capacidad de comunicación, el presidente López Obrador ha sostenido una popularidad decreciente pero respetable, pese a sus pésimos resultados en todos los aspectos centrales de la vida pública, esos que prometió arreglar poco menos que mágicamente, desde el crecimiento mediocre, hasta la desigualdad, hasta la salud y sobre todo hasta la inseguridad. Es el poder de la palabra, sí. Pero ese poder es limitado, y la exigencia de resultados no ya mágicos, sino al menos aceptables, está cada vez más extendida. Ojalá que el día en que la palabra pierda toda su efectividad la respuesta sean políticas publicas distintas, y no “Aviéntales la camioneta”.

 

                                                                                                                                                   @juliopatan09