Por razones que no alcanzo a entender, he dedicado parte del enclaustramiento a leer sobre el culto a la personalidad, que en nuestro país, como seguramente saben, quedó ya oficialmente proscrito: somos demócratas y austeros. Y me he enterado de cosas en verdad peculiares, que me permito compartirles sin un motivo concreto, nada más por el gusto…

Leí, por ejemplo, que al padre fundador del culto a la personalidad contemporáneo, es decir a Mussolini, le encantaba hablarle a su pueblo. En serio le encantaba. No eran tiempos de televisión y mucho menos de las benditas redes sociales (aunque ya no me quedó claro si ahora son malditas, con las reconvenciones a Facebook y Twitter), pero sí de la radio, y el Duce pasaba horas y horas dando largos discursos que se escuchaban, por altavoz, hasta el último rincón de Italia. Era –perdonarán la expresión– un pinche aburrimiento. “Pero entonces no gobernaba”, dirán. No es así. De hecho, se metía en todos los ámbitos de la administración y más allá, como una especie de poliespecialista. Sí, lo mismo daba instrucciones al ejército, que hablaba de autosuficiencia alimentaria, que recitaba poesía, que lideraba obras públicas caras e innecesarias, eso que llamamos elefantes blancos. Y, faltaba más, iba, sin descanso, sin pausa, a una inauguración tras otra. Ah, y hablaba de historia, o algo así. Estaba encantado con los antepasados de la gran Italia, los romanos, de los que tenía una perspectiva idealizada y ramplona.

También a Hitler le gustaba lo de las grandes obras, como le gustaba sentirse culto. Incluso, sabemos, publicó algún libro que sus seguidores convirtieron en un best-seller, libro en el que le echa la culpa de todo a un complot.

Los libros, justamente, fueron la vía de comunicación de dos tiranos que fueron vecinos, Mao y Kim Il-Sung, padre de Norcorea. Sí: los imprimieron por millones, para que todos los ciudadanos aprendieran no solo los principios políticos del socialismo de a de veras, sino a comportarse conforme a los principios de su fuerza mor… Bueno, a sus principios. Creían, pues, que había que adecentar a la sociedad.

Otro que se sentía cultísimo era Papa Doc Duvalier, el dictador haitiano, igualmente aficionado a inaugurar obras públicas. Un aeropuerto, por ejemplo. Otra peculiaridad suya: le gustaba –se los juro– hacer sorteos de lotería para financiar al Estado, que puso en bancarrota en cosa de meses.

Menos mal que esos tiempos quedaron atrás.

Pero cuéntenme: ¿qué tal su confinamiento?

 

                                                                                                                                              @juliopatan09