Es un hombre simple hasta grados inexpresables. Durante toda su vida, vivió dedicado a una tarea que repetía incesantemente, sin hacerse cuestionamientos, encerrado en una parcela muy reducida y desarrollando por lo tanto una visión del mundo extraordinariamente limitada: era jardinero. El azar, sin embargo, lo llevó a hacer relación con un millonario que al escucharlo hablar de raíces, hojas y semillas entendió, inexplicablemente, que ese hombre todo simpleza, ese hombre todo literalidad, ese hombre que en efecto hablaba solo de lo que su muy acotado mundo le permitía conocer, o sea de raíces, hojas y semillas, era en realidad un genio que hablaba con eficaces metáforas e imágenes poderosísimas de cómo mejorar la economía, cómo hacer política, cómo entender las complejidades de este mundo y gobernar en consecuencia.

Y el millonario, embrujado, lo llevó con el presidente de los Estados Unidos, que también sucumbió a ese embrujo. Y Chauncey, el jardinero, se volvió una figura de lo más influyente en las altas esferas del poder, ansiosas de su asesoría. Y es que no había uno que no sucumbiera al engaño: todos, sin casi excepción, tomaban esas simplonadas como propias de un genio. Al final, Chauncey es ya el primer candidato a ocupar la presidencia.


La película se llama Being There, pero en México la conocimos como Un jardinero con suerte. Está basada en una novela de Jerzy Kosinski, un escritor polaco-norteamericano, la dirige Hal Ashby, un director con talentos que no terminó de cuajar una carrera de altos vuelos, y la protagoniza ese enorme actor, cómico y no cómico también, que fue Peter Sellers, al que recordarán por Doctor Insólito, La pantera rosa o La fiesta inolvidable. La vi por última vez hace años –si alguien sabe dónde encontrarla, mucho le agradeceré un mensajito–, pero no creo equivocarme si digo que, a punta de ironías, la película habla, entre otras cosas, de lo complicado que puede ser identificar la simpleza, seguramente porque lo que oímos no es lo que nos dicen sino lo que queremos oír, y de cómo ese deseo, propio de millones y millones de personas, puede transformarse en una suerte de acto de fe y llevar a esos millones de personas a encumbrar, a llevar a la cima del poder, de manera perfectamente voluntaria, a eso: a la simpleza. Es una película, pues, sobre el autoengaño.


Por alguna razón que no termino de explicarme, he pensado mucho en El jardinero con suerte durante los últimos meses, y bueno, quise compartírselos.

                                                                                                                               @juliopatan09