En el futbol como en la vida todo es moda. O, por recurrir al célebre salmo, todo lo es menos la vanidad, esa sí inmutable y permanente.

Durante 18 años José Mourinho no supo lo que era aterrizar como entrenador emergente. La última vez que había llegado a mitad de campaña fue en enero de 2002, elevando al Oporto al mejor período de su historia. Razones por las que se reservó el derecho de planear a su gusto las pretemporadas y no heredar decisiones ajenas, contando con profundos presupuestos para confeccionar sus planteles en los sitios más exclusivos (mismos que solían pelearse por él). En Chelsea, en Inter, en Real Madrid, de vuelta en Chelsea, en Mánchester United, exigió todo el poder para consumar sus proyectos, a menudo convirtiéndose él mismo en la institución, el FC Mou contra el mundo.

Nociones que tienden a serle regateadas en el Tottenham, con una estructura directiva demasiado rígida y muchos menos millones de los que el portugués está habituado a gastar, más allá de que este colectivo trae la rúbrica de su antecesor, Mauricio Pochettino.

Un club que él mismo llegó a decir que nunca dirigiría, tiempos en los que aseguraba que su amor al Chelsea le impedía portar otros colores londinenses –aparte de que, por entonces, miraba con desdén a quienes no formaban parte de la élite; como cuando atacó a Manuel Pellegrini, enfatizando que si el Madrid lo corría, él no terminaría en el Málaga.

Tiempos también en los que era difícil discutirle como el entrenador más brillante del planeta. Tipo joven, desafiante, dinámico, engreído, mediático, enérgico, experto en dictar agenda e imponer discurso; en definitiva, un ganador. Acaso una de las primeras respuestas certeras de cómo sería el año dos mil, Mou nos descubrió al líder deportivo del futuro. Conmovedor al obsequiar su medalla a las gradas, antipático al justificarlo diciendo que ya tenía una igual del año anterior. Paranoico en su relación con árbitros, rivales y hasta pupilos, emotivo al llorar abrazando a sus dirigidos, insoportable al presumir los millones que cobraba.

Sin embargo, ese Mou queda lejos. Sus siguientes versiones mantuvieron la terapia de choque y las trincheras sin doquier, ya sin éxitos o cada vez con menos. Entonces buscó legitimarse ante periodistas recordando quién había sido y cuánto había ganado. La decrepitud, como suele hacerlo, brotó sin aviso. El líder del año dos mil lucía próximo a su caducidad en pleno 2016.

Hoy no se sentará en uno de los banquillos más relevantes de Europa, cansado quizá de esperar a que el Real Madrid volviese a requerirle y consciente de que su valoración ya es otra. Arriba a un cuadro que no ha ganado su liga en casi sesenta años y que nunca se ha coronado en la Champions

Un club respetuoso de su identidad como pocos, con historial de jugar futbol de alta costura, tan responsable en sus finanzas que logró su final europea tras pasar dos años sin adquirir futbolistas, de gestión coherente y serena, tan apegado al talento joven y a vender a sus estrellas. En pocas palabras, tan distinto a Mou, ya no tan de moda como antaño. Eso sí, igual de vanidoso.

                                                                                                                                    Twitter/albertolati

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