“Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Únicamente a través del amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos”, la memorable frase de Orson Welles adquiere un brillo especial en esta época, en la que el aislamiento social -el que conlleva una sensación de desamparo-, se expande como la peste, sin hacer mucho ruido.

¿Cuántas personas no pudieron conciliar el sueño la noche pasada, sumergidos en los pensamientos sobre lo absurdo de su existencia? ¿Cuántas se despertaron aterradas al descubrir que llevan demasiado tiempo siendo los únicos seres vivos en su morada, que los objetos que las rodean y las actividades que las esperan carecen de todo valor?

En Francia existen cifras que reflejan la magnitud del alarmante fenómeno. Un 40% de los galos adultos viven solos con su alma, sin ninguna compañía en su casa (contra a un 25% en los años 90).

Ocho de cada 10 aseguran sufrir soledad con frecuencia y 70% señala que por culpa de las nuevas tecnologías se han reducido sus relaciones con familiares y amigos. Grave diagnóstico que nos presenta el Instituto BVA. Otro dato que estremece: cinco millones y medio de franceses no mantienen ningún tipo de lazos sociales, ni con la familia ni con los colegas de trabajo ni con los vecinos, están instalados en la exclusión más absoluta.

Claro, siempre habrá citadinos hipsters esgrimiendo argumentos de que, bueno, la soledad elegida es un lujo ultramoderno, un signo de libertad, una sabrosa pausa entre una exigente junta profesional, un event “in” de la Fashion Week, el estrés del tráfico, una sesión de yoga y una clase de danza moderna. Sí, uno de cada tres parisinos activos de 30, 40 años opta por esta “actitud soledad” para afrontar la abrumadora intensidad de la vida cotidiana (metro-chamba-compromisos-tumultos-corredera).

La soledad percibida como un jardín secreto que hay que cultivar porque protege de las agresiones externas y se convierte en un refugio donde nadie está obligada a jugar “papeles” en la “comedia social”, el concepto queda reservado para los privilegiados. Y generalmente tiene fecha de caducidad. Sobre todo aquí, en París, la ciudad más cara del mundo, donde rentar (solo rentar) un minúsculo depa de 25 metros cuadrados en un barrio “chic” puede costar más de 2 mil dólares al mes.

Funciona súper bien durante unos añitos entre las tribus urbanas acomodadas, mientras para el resto de los mortales la soledad es una enfermedad que mata en silencio. Para reforzar la tesis de los últimos echemos mano de estudios científicos de primer orden, que, la verdad, dan escalofríos.

Psicólogos de la Universidad de Chicago alertan que el aislamiento social es responsable de patologías como la depresión, la ansiedad y la autoestima.

Paso siguiente: se abren las puertas a las enfermedades crónicas que causan muertes prematuras. Las enfermas de cáncer de mama que ven poco a familiares y amigos tienen cinco veces más posibilidades de morir que las que llevan una vida social activa.

Brigham Young University (EU) nos ofrece una cifra concreta: la soledad aumenta 26% el riesgo de muerte, lo que la hace más nociva que la obesidad y el tabaquismo.

Estamos frente a una epidemia galopante. Y no es ningún azar que su expansión vaya a la par con el aumento de adicciones a las redes sociales. Bienvenidos al cierre de la segunda década del siglo XXI.