La Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, donde se defiende el derecho a portar armas de fuego, está apalancada en la protección del derecho de profesar cualquier credo religioso. De 1685 a 1688, Jacobo II, Rey de Inglaterra e Irlanda, —siendo católico— implementó una serie de reformas para prohibir que los protestantes poseyeran armas y, en paralelo, construyó una milicia católica que le favoreciera.

En 1688, Jacobo II fue depuesto y las leyes pasadas fueron derogadas, dando origen a la Declaración Inglesa de Derechos de 1689 que, entre otros aspectos, establecía: “Los sujetos protestantes pueden tener armas para su defensa adecuadas a sus condiciones y permitidas por la ley”. Esta ley es un antecedente claro y directo de la Segunda Enmienda estadounidense que hoy en día marca la tendencia de una regulación flexible sobre la portación de armas de fuego.

De esta manera, después de la independencia de los Estados Unidos, James Madison buscó asegurar que las restricciones religiosas al derecho a las armas nunca se dieran en ese país, y es así como la Segunda Enmienda permitió la posesión de armas de fuego a todos sus ciudadanos.

Varias Constituciones posteriores a la norteamericana copian esta idea en sus propios textos. Tal es el caso de la mexicana, que lo plasma en su artículo décimo, donde dicta que: “Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción de las prohibidas por la Ley Federal y de las reservadas para el uso exclusivo del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional”.

¿Qué tanto sentido tiene autorizar que los ciudadanos tengan permitido portar armas? En realidad, muy poco: estudios recientes demuestran que existe una clara correlación entre la proliferación de armas y el aumento en los delitos, específicamente, extorsión, secuestro y homicidio. Por ello, la política flexible de armas en Estados Unidos —en especial desde 2004, cuando la producción de éstas aumentó en el país— está relacionada con un incremento notorio en esos delitos en México, de manera particular en la frontera norte.

El argumento de la necesidad de portar un arma como instrumento de defensa propia es también endeble. Algunas estadísticas muestran que la portación de armas durante algún incidente violento o criminal no disminuye la probabilidad de que las personas sean victimizadas, sino que aumenta las oportunidades de que sufran agravios aún mayores.

Sin duda alguna, debemos replantearnos la necesidad y efectividad que tiene una política laxa para la portación de armas de fuego, tanto a nivel internacional como en el nacional. En nuestro caso, vale la pena cuestionarnos si es momento de cambiar la regulación para tener un control más estricto sobre quién, por qué y para qué puede portar un arma de fuego.

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