Ilana iba con miedo. Sin embargo, no ocultaba su deseo de viajar. Acababa de terminar la prepa y se marchaba todo el verano al pueblo de Andasibe en Madagascar como voluntaria. Ella, con otros compañeros, coadyuvaría a la construcción de una escuela para unos niños que no conocían el significado de la palabra educación, porque en Madagascar los infantes no tienen tiempo para ir a la escuela. El tiempo lo gastan en poder sobrevivir, que no es poco.

En Andasibe, donde la pobreza es tan palpable que no se sale de ella, los niños pasean descalzos entre la chatarra desafiando a las enfermedades, las mujeres cocinan el poco arroz que consiguen en agua insalubre y sartenes con olores putrefactos, los hombres se sientan a observar a los pocos turistas que pasan de camino a la jungla para ver lémures, camaleones, serpientes pitón o baobabs. Los ancianos… los ancianos no; no hay ancianos. La esperanza de vida es demasiado corta para el lujo de llegar a pertenecer al selecto club de la tercera edad.

Ilana vive con sus compañeros en unos “hoteles”. La luz va y viene, pero al menos tienen. Come tres veces al día. Todo eso es un lujo en una nación como Madagascar, que se encuentra entre los cinco países más pobres del orbe.

Vive con sus compañeros que vienen de toda Europa. Hay noruegos, franceses, españoles, italianos y holandeses, entre otras nacionalidades. Todos con ganas, con ansias de ayudar para intentar componer un mundo descompuesto por el egoísmo del ser humano. Les dignifica hacer el sacrificio de sacar a Madagascar de la tristeza y a Etiopía, y a Ghana, y a Eritrea y a Somalia también. Son países muertos en el olvido, en los que intentan dar un poco de oxígeno y denunciar que el mundo occidental sólo se mira su propio ombligo y deja al socaire de la divinidad a esos países muertos en vida.

En el fondo todo está dentro de una estrategia. Los progenitores de los jóvenes idealistas sufragan esos viajes para disfrazar ese olvido; se trata de un “impuesto”, un ornamento para purgar sus almas, aunque, desde luego, es mejor eso a no hacer nada. La gran mayoría fomentan la inacción.

Mientras tanto en el pueblo de Andasibe en Madagascar los detritos amenazan las calles, la basura se confunde con las casuchas de un latón oxidado y las pocas sonrisas se desdibujan en el aire cargado de un olor fétido. Muy pocas sonrisas, por cierto. En Madagascar no saben sonreír; no tienen motivos para hacerlo.