Parafraseando a Theodore Roosevelt, una democracia sólida debe ser reformista, o pronto dejará de ser sólida o de ser una democracia. Dicho de otro modo, solo un enfoque permanente de prueba y error hará de la democracia algo que valga la pena conservar.

En México, el reformismo tiene mala fama gracias a sus exponentes recientes. Los últimos dos presidentes reformadores, Salinas de Gortari y Peña Nieto, vieron sus proyectos deslegitimados por casos de corrupción y por inestabilidad social o política, real y percibida.

En el caso del primero, la creación de IFE, del Programa Nacional Solidaridad, y el TLCAN, fueron proyectos que, respectivamente, reformaron el modo de acceder al poder; la manera de entender el combate a la pobreza; y nuestra relación comercial con el resto del mundo.

Sin embargo, el levantamiento zapatista, el asesinato de Colosio y Ruiz Massieu, la crisis financiera de 1994 justo después de que Salinas dejara la silla, y el arresto de Raúl Salinas de Gortari en febrero de 1995, mancharon para siempre el ímpetu reformista del salinismo.

Y sobre el segundo, de las 13 reformas, la de telecomunicaciones, la política, la energética y la educativa, fueron, a mi juicio, pasos correctos. La primera aumentó la competencia sectorial; la segunda dio más espacios a mujeres; la tercera dio la opción a PEMEX de explotar más barato; y la cuarta comenzó una evaluación magisterial crucial (que el nuevo gobierno eliminó por obtuso y por una alianza político-electoral con la cúpula magisterial).

No obstante, la corrupción real y percibida en el primer círculo peñista, la crisis de derechos humanos reflejada por casos como el de Ayotzinapa y Tlatlaya, y los niveles nunca antes vistos de homicidios dolosos, achicaron los logros del multipartidista Pacto por México.

En contraste, el reformismo de López Obrador pareciera estar más basado en corazonadas que en datos, tendencias globales o validaciones empíricas (véase la carta de renuncia de Carlos Urzúa a la SHCP). Por lo mismo, debemos estar alertas: reformismo que no está técnicamente respaldado, es solo delirio de grandeza.

El mejor reformismo es el que combina tres negativos: sin miedo, sin drama y sin ceguera. Sin miedo a tocar intereses contrarios al bienestar público; sin drama, para no desviar la atención de la meta principal, que es proteger la democracia; y sin ceguera, para no permitir que nuestras lindas añoranzas sin pruebas sustituyan a las duras realidades sustentadas.

@AlonsoTamez