Pasaban las seis de la tarde. En la sede nacional del PRI se anticipaba un resultado adverso y ello se percibía en los rostros de dirigentes y militantes, los pocos que decidieron acudir al viejo edificio de Insurgentes Norte. José Antonio Meade había tomado la decisión de emitir un mensaje una vez cerradas las casillas.

El texto que leería había sido revisado por varios de sus colaboradores. En él se esgrimía uno de los gestos más republicanos de las últimas décadas, una alocución que brindaría la tranquilidad que el país necesitaba ante lo radical del cambio que se avecinaba.

En la oficina contigua al despacho que ocupara Luis Donaldo Colosio se hizo un breve espacio. El candidato levantó el teléfono para hablar con el presidente Enrique Peña Nieto, a quien le dio a conocer su decisión de dirigir un mensaje y compartirle las grandes líneas del discurso.

Fue una llamada breve, cordial, en la que el entonces primer mandatario agradeció a quien fuera su secretario de Relaciones Exteriores, Desarrollo Social y Hacienda el trabajo hecho durante el Gobierno y el esfuerzo a lo largo de una campaña que se llevó a cabo bajo uno de los contextos políticos más adversos de los últimos tiempos. Meade y Peña Nieto volverían a reunirse días después.

A la oficina del primer piso del edificio central del PRI llegaban amigos y familiares del candidato. El equipo de Comunicación Social trabajaba a marchas forzadas para organizar el evento que tendría lugar horas después.

Meade salió un momento de su oficina, se dirigió al despacho contiguo. En compañía de su secretario particular, Antonio Rojas, hizo una llamada.

 

Andrés Manuel López Obrador, poco antes de las ocho de la noche, recibió las felicitaciones de su contrincante, quien le deseó lo mejor por el bien del país. En ese momento, el abanderado tricolor adelantó al futuro Presidente que en unos momentos informaría a la nación que reconocía su derrota.

El coordinador de Comunicación Social ordenó convocar a los medios y coordinó con las televisoras que, a las 20:06 horas, Meade entraría, prácticamente en cadena nacional, para dirigir sus palabras.

El momento había llegado. En punto de las ocho, el presidente del INE, Lorenzo Córdoba, anunció el cierre de casillas. Cayeron las primeras tendencias con resultados que fueron congruentes con la información que se había recibido a lo largo del día. La sociedad mexicana había decidido castigar a la administración saliente, aventurarse en un nuevo proyecto y generar un cambio hacia un rumbo incierto.

José Antonio Meade llegó a la sala de prensa, subió al estrado y pronunció uno de los discursos más relevantes y emotivos de su carrera. Cumplió con su objetivo: dignificar a la política, brindar certeza al proceso electoral y calmar a los mercados. El nerviosismo se detuvo y el peso comenzó a apreciarse después del reconocimiento.

“Hemos llegado juntos a un espacio relevante después de un largo andar, pero el camino sigue, y ahí, estoy seguro, nos volveremos a encontrar”. Con estas palabras, Meade cerró esta etapa de su trayectoria política. Una carrera que, quizá, no haya culminado.

Segundo tercio. El gesto de Meade obligó a Ricardo Anaya a salir a reconocer su derrota, aunque la historia no recuerde el contenido de su discurso.
Tercer tercio. A un año de la elección, no ha surgido el verdadero opositor. Las condiciones del país lo hacen cada vez más necesario.