Acabo de llegar de Madrid. Ha sido un viaje largo o, al menos, me lo pareció. A pesar del cansancio, estoy deseando salir a correr a Reforma. Es domingo. Correr por esa arteria que disecciona la capital es uno de mis placeres favoritos.

Mi corazón bombea más rápido de lo normal. No es lo mismo correr a 600 metros sobre el nivel del mar en Madrid que a dos mil 500 en la Ciudad de México. Lo disfruto igual.

Veo a jóvenes ensalzando sus músculos, a mayores en sus bicicletas, a familias marcando el paso como si se tratara de una liturgia.

Los perros siguen a sus dueños cerca, muy cerca. Los niños van más a su aire. Para ellos se trata de la aventura de querer ser mayores.

Y mientras corro, escucho ese seseo cantarín que tienen los capitalinos. Es una música de fondo que marca los pasos, uno y otro y otro más, y así continúo corriendo; y atravieso la Diana y luego el Ángel, que se cayó en el terremoto de 1956. Y también dejo a un costado la estatua del emperador Cuauhtémoc, y entonces vuelvo a subir y sigo subiendo mientras el sudor se confunde en mi camiseta para dejar esas toxinas del estrés y generar la dopamina mexicana.

He ido a desayunar a los Bisquets de la Roma. A mi cuñado Héctor Arredondo le encantaba ese lugar donde las conchitas se convierten en un manjar de exquisito paladar. El café sabe a la altura de Veracruz o Chiapas. Me lleva a la Parroquia, y a su tintineo, y al Hidalgo de los atlantes porque allí cerca también hay café. O al de Guerrero que, aunque menos conocido, es uno de los mejores del mundo.

Ése es el México en el que creo, el México del domingo familiar en Reforma, el de los Bisquets y las conchitas. Creo en el México del café de altura; el México de la gastronomía que nace de las manos inmaculadas del que recoge la tierra y amasa las tortillas. Creo también en el México del tequila y el mezcal, que se dejan reposar en los pipones y se duermen y aletargan entre efluvios de alcohol y corridos de mariachi. También creo en ellos y en sus guitarrones, y en sus serenatas, y en sus melodías de amores imposibles que arreglan en caballitos de tequila. Creo en ese México que es mágico y soberbio, humilde y altanero; en ese México único, particular, irrepetible; en ese México que te envuelve para siempre.

No creo en el México de la violencia, de la falta de seguridad. No creo en ese México marginal de la corrupción y malos manejos, en el de la impunidad para unos pocos. No creo en ese México en donde unos cuantos comulgan con la mediocridad. Destierro lo pequeño y me alejo de ello.

México es grande. Es un gran país con millones de personas de bien que, con su esfuerzo, engrandecen, dignifican y categorizan a este México que mira hacia el futuro con ojos de esperanza.

Ése es el México de todos. Ése es el México en el que creo. Lo demás es lo de menos.