No le darán el beneficio de la duda, tampoco le van a reconocer un solo acierto. Le culparán hasta del mal clima. En el fondo, jamás le perdonarán su persistencia, y mucho menos que haya ganado la Presidencia de la República. Los enemigos de Andrés Manuel López Obrador por supuesto quieren que tropiece una y otra vez y ver cumplida su profecía de que siempre fue un peligro para México.

Los enemigos del Presidente son tan perseverantes como el propio tabasqueño. Sin nada que perder en lo inmediato -pues fueron vapuleados en las urnas- taladran con lo mismo: que no es capaz para gobernar, que no logrará sus objetivos, que su equipo no da una.

Por igual echan mano de todo el instrumental de acusaciones infundadas como aquella de que su gobierno tuvo algo que ver en el accidente fatal del helicóptero en Puebla.

A López Obrador lo han provocado, invitado a subirse al ring y les ha llamado “neofascistas” y “canallas”. Gobernar es comunicar, y cuando le habla “sólo a un sector”, todos escuchamos. Pero si se trata de responder cada una de las provocaciones, su administración desviará energías y tendrá que asumir el costo de un triste roce y desgaste.

Vicente Fox optó por la figura de un vocero, Rubén Aguilar; Felipe Calderón prefirió conferencias de prensa muy esporádicas y controladas; Enrique Peña Nieto se inclinó por evitar a toda costa a los medios de comunicación y por colocar a un vocero, Eduardo Sánchez. No obstante, López Obrador ha decidido, como cuando era jefe de Gobierno del DF, ser él quien responda todo y reinstaurar las conferencias cotidianas.

AMLO tiene un suficiente número de escuderos que le arropan incondicionalmente desde hace décadas y que podrían evitar que sea él quien tenga que salir en la primera línea de fuego.

Existe otro problema. Obsesionarse con lo que sucede en las redes sociales puede resultar en una pelea de sombra y en un derroche de energía. Desde el anonimato, en el ciberespacio se avientan mensajes, se compran ejércitos de cuentas artificiales y se sitúan temas que poco tienen que ver con las apremiantes necesidades de la mayoría.

Paradójicamente mientras en las redes aumentan las críticas contra AMLO, unas “orgánicas” y otras “pagadas”, su aprobación -medida en la calle a través de los sondeos- sigue creciendo.

Lamentablemente, desde el otro extremo hay quienes empujan a López Obrador para que se convierta en un jefe de partido y no de Estado. Los radicales quisieran que el Presidente llamara a la destrucción de la oposición. Quienes festejan la frase “se las metimos doblada” pretenden, a diferencia de lo que pregona AMLO, venganza, no justicia.

En medio de los polos cohabitan moderados de izquierda y derecha que deberá escuchar el Presidente y que esgrimen argumentos para el debate y que, a su vez, podrán aportar soluciones para los grandes problemas colectivos.

Entre anzuelos y tentaciones, AMLO tendría que ser selectivo en sus batallas, comunicar mejor y guardar ecuanimidad: asumirse como estadista.