Visto bien, lo realmente sorprendente, lo excepcional, hubiese sido que la final de la Copa Libertadores transcurriera en paz.

¿Por qué iba a ser así, cuando lo habitual en el futbol argentino es la violencia, la perversión del concepto de afición, la degeneración de cuanto ideal deportivo guste enumerarse? ¿Por qué iba a ser así, cuando a mayor rivalidad y relevancia del compromiso futbolístico, más recurrente es el amedrentar y atacar al que se supone ajeno? ¿Por qué iba a ser así, cuando casi todos los sectores vinculados al futbol en Argentina (uso el casi sólo por no generalizar) han propiciado ese permanente estado de excepción? Directivos y políticos manipulando barras bravas, empleándolas como grupos de choque, incitándolas a empujar contra tal o cual interés, según se ofreciera. Jugadores al servicio de los hampones disfrazados de seguidores, ya por compartir su fanatismo, ya por tenerles un comprensible pavor: quién va a ser el guapo que les ponga límite o diga que no.

Una cultura aferrada a incluir esa desaforada pasión, como si fuera tan importante para el inconsciente colectivo argentino como Martín Fierro o Carlos Gardel: “es que aquí sí sentimos el futbol, nadie ajeno lo entenderá”. Un torneo continental en el que lo común es que ser local sea traducido como ser tramposo, vil, inhumano, ventajista, así se sienten ganadoras las personas con mayor complejo de inferioridad: si tan convencidos estuviesen de su hegemonía deportiva, de su suficiencia en recursos futbolísticos, dejarían la batalla para la cancha y no buscarían echar una mano lejos del césped.

El futbol argentino (acaso también su sociedad) desperdició la ocasión para ofrecer una buena imagen al mundo, justo en el día que más se le veía, porque es muy difícil venderse como lo que no se es. Como resultado, en la postal figuró lo que hay: más barbarie que otra cosa.

A menudo se denomina “el aguante” al apoyar a un club en este país, como si en resistir una emboscada consistiera, como si de idear técnicas de contraofensiva se tratara, como si más valiera caer martir y ser santificado en el recuerdo, que sobrevivir ajeno a los golpes y en paz.

Y, en el fondo, con una rivalidad tan intensa como artificial: en el clásico River-Boca la diferencia no radica en la religión como en el de Glasgow, ni en cuestiones étnicas como en los Balcanes, ni en política como en el de Roma, ni en estratos sociales como en un duelo entre el acaudalado barrio de Chelsea y el marginal este londinense al que representa West Ham, ni en nociones ideológicas como varios más.

Ahí, River y Boca se odian porque sí, porque se acostumbraron a hacerlo, tal vez como mero mecanismo para forjar una identidad en el crisol donde todos eran nuevos y recién inmigrados.
Lo que se vio el sábado es lo que hay. Más peligroso, lo que se vio el sábado es parte de lo que Argentina se ha dedicado a exportar. ¿Exagero? Que alguien revise el porcentaje de cánticos en cualquier país hispano, extraídos o copiados de esas canchas.

Twitter/albertolati

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