En “La llamada de la tribu” (Alfaguara, 2018), Mario Vargas Llosa regresa a los pensadores que lo acercaron, y después lo soldaron, al liberalismo –la enciclopedia Britannica abrevia este como “doctrina política que toma la protección y la mejora de la libertad del individuo como el problema central de la política. Los liberales generalmente creen que el gobierno es necesario para proteger a las personas de ser perjudicadas por otros, pero también reconocen que el propio gobierno puede representar una amenaza para la libertad”–.

Mediante perfiles de Adam Smith (1723-1790) –“padre de la economía”, aunque él se consideraba, según Vargas Llosa, un “moralista y un filósofo”–, Isaiah Berlin (1909-1997) –historiador de las ideas y quién estableció los conceptos de “libertad negativa” y “libertad positiva”–, Raymond Aron (1905-1983) –sociólogo, famoso por “El opio de los intelectuales”–, Karl Popper (1902-1994) –filósofo y férreo defensor de la democracia liberal–, Friedrich von Hayek (1899-1992) –economista y Nobel en su ramo–, Jean-Francois Revel (1924-2006) –“teórico de la derecha en la tradición liberal individualista de Raymond Aron”, como menciona The Guardian–, y José Ortega y Gasset (1883-1955) –“de los más inteligentes y elegantes filósofos liberales del siglo XX”, dice Vargas Llosa.

Entre decenas de detalles que uno aprende con el libro –el peruano es un gran profesor de Historia, aunque no sé si él lo sepa–, me quedé con un embrollo sobre el español Ortega y Gasset: si bien era sabido su rechazo a los extremos político-ideológicos como el comunismo y el fascismo –sus contemporáneos–, “es verdad que, sin hacerlo público, a través de correspondencia y testimonios (…) parece evidente que llegó a creer en un momento dado que Franco y los ‘nacionales’ representaban el mal menor. Esto no significaba simpatía alguna por el fascismo, desde luego, sino una elección desesperada”.

En ese mismo perfil, Vargas Llosa cierra dicha polémica con una apreciación personal que, considero, pinta entero al peruano –por más que, a veces, sea un “rígido” promercado, y ello reduzca falsamente su liberalismo a cuestiones meramente económicas–: “Fue un error que le sería reprochado (a Ortega y Gasset) de manera inmisericorde por la posteridad y que contribuiría a alejar de su obra a los sectores intelectuales llamados progresistas. Lo cierto es que no hay mal menor cuando se trata de elegir entre dos totalitarismos”.

Cualquier apoyo –por obra u omisión– a la antidemocracia zurda o diestra, es injustificable y siniestro; y en ese rechazo descansa, precisamente, uno de los pilares del liberalismo –recuérdese la “paradoja de la tolerancia”, de Popper: “Si extendemos tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra la embestida de los intolerantes, entonces los tolerantes serán destruidos, y la tolerancia con ellos”–. Pero Ortega y Gasset no fue la última víctima de esa radicalización silenciosa que se nutre de la disponibilidad de solo dos pésimas opciones.

Guardando proporciones, hoy en la política mexicana pareciera que solo podemos escoger entre injurias y amenazas. Simpatizantes de AMLO que intimidan la opinión distinta; adeptos de Anaya que tachan de “pendejos” a los que votarán por el primero; seguidores de Meade que difunden notas de miedo o calumniosas; hasta periodistas, como Ricardo Alemán, insinuando la necesidad de asesinar a uno de los contendientes. Si bien la campaña de contraste es necesaria –señalar errores o malas ideas del otro–, el odio no debe tener réplica en los mismos términos –dudo que estos humores sean promovidos desde las campañas, pero a estas tampoco no les importa el tono que despiertan las pasiones que venden–. Y para enfrentarlo, los actores relevantes deben construir y transmitir un consenso.

A los intolerantes de cualquier proyecto político que busque la presidencia –o cualquier otro cargo–, hay que exhibirlos, hay que señalarlos, porque –cómo plantea Popper– tolerar la intolerancia es una trampa. Y cualquier usuario promedio de redes sociales puede constatar este sentir –y, recomiendo, también aplicar este criterio de exhibición de los violentos que acabo de mencionar, que de algo sirve–: la mayor parte del discurso político-partidista ahí ha roto el techo de altisonancia. Ya no es contraste o debate, sino injurias y amenazas que van acaparando las redes con el paso de los días, y cancelan incentivos para la civilidad.

Las campañas deben cerrar filas ante este claro escalamiento de violencia discursiva: ¿por qué no hemos visto a los candidatos presidenciales –los transmisores ideales–, juntos o por separado pero con un mensaje común, llamar a la calma, a la distensión? ¿Por qué no hacerlo durante el segundo debate el 20 de mayo? Hay opciones y México lo necesita, ya que es un problema real; no es un invento de “la derecha” o un intento de desestabilización con “dedicatoria” a alguno. La paz poselectoral, sea cual sea el resultado, se tiene que inducir desde hoy.

@AlonsoTamez