Hay muchas formas de ser de izquierdas, por supuesto. Las hay progresistas, teñidas de un cierto liberalismo. Esas que hace poco dominaban el panorama europeo —antes de la avanzada de esperpentos como Podemos en España— y cierto sector demócrata gringo, por ejemplo. Esas que entienden que con los derechos humanos no hay posposiciones ni referéndums que valgan. Que de ahí parte toda democracia. Las que propugnan la despenalización del aborto, el matrimonio igualitario con todo y adopción, la despenalización de las drogas. Las que entienden que lo que hagas con tu cuerpo es tu decisión, como tu sexualidad o tu matrimonio o tu género.

 

Y las hay populistas-conservadoras. Las de los salvapatrias. Las de los que creen que la misión de un político es resarcir al mundo por todos sus males, no la eficacia, la transparencia, la lucha contra la corrupción de buen juez que en casa empieza. Las de los iluminados. Chávez. Evo. Maduro. Esos, sí.

 

La agenda de AMLO no sabemos cuánto se parece a la de esos pájaros porque no es una agenda. Su proyecto de nación es una simplonada, una colección de promesas y un disparate, solo para empezar, en lo educativo y en lo que tiene que ver con seguridad pública. Poco sabemos. Pero sabemos que la agenda progresista la rechaza íntimamente, y que por eso la tacha de irrelevante en lo público. Nada nuevo. La ha boicoteado cuando ha podido. No se traiciona. Ni aborto, ni matrimonio igualitario, ni política de drogas. Hay mojigatos de izquierda, vaya que sí.

 

El problema es que la izquierda que había abanderado esas causas indispensables, la perredista, decidió traicionarlas en favor de su alianza con el panismo, y con el panismo que las rechaza -por supuesto que también hay un panismo liberal-.

 

Así que en algo central ya perdimos todos en las elecciones del 18. Dependemos ahora, imagínense, del PRI. No, pos gracias, apás.