En México tendemos a pensar que la solución a nuestros males está en cambiar las leyes, cuando lo necesario es hacer cumplir las que ya existen. El afán de notoriedad que caracteriza a los servidores públicos -que suele tener como objetivo justificar generosas dietas, bonos, partidas o, bien, buscar una posición de mayor poder- los lleva a reaccionar, ante casi cualquier eventualidad, anunciando, exigiendo o demandando un cambio en la ley, que en muchos casos no es necesario.

 

 
“Revisaremos las leyes”, suelen decir los funcionarios cuando son cuestionados por un suceso que ha atraído la atención de la sociedad. Y surgen propuestas, iniciativas, discusiones. Muchas de ellas encuentran camino legislativo y llegan a convertirse en normas que sustituyen superficialmente a las anteriores, pero que no combaten el problema de raíz. ¿Qué más da? Lo importante es que parezca que se actúa y que las autoridades cumplen cabalmente con su función de generar un mejor entorno social.

 

 
Cabe destacar que, en muchas ocasiones, una nueva ley o el resultado de un cambio en la misma provoca que dicha disposición sea aún más complicada y aún más difícil de cumplir. Pero tal parece que pedir sentido común a quienes toman las decisiones es demasiado. Mientras más complicado, mejor.

 

 
Claro que lo anterior no es responsabilidad exclusiva de nuestros gobernantes. Los ciudadanos somos partícipes del juego de torcer las reglas a nuestro antojo. No podemos esperar que las leyes se cumplan y se hagan cumplir, si no hacemos lo que nos toca. La correcta aplicación de las leyes depende, en gran medida, de nosotros, de nuestra integridad. De hacer lo correcto cuando nadie está viendo. De nada sirve endurecer las medidas, modificar los códigos e incrementar las penas, si éstos no se cumplen. De nada sirven mejores leyes, si éstas no se hacen cumplir.

 

 
El BMW blanco

 

 
Un ejemplo claro de lo anterior es el terrible choque de un auto de lujo blanco contra un poste en Reforma y Lieja, abordado con amplitud en los medios de comunicación, y que dejó cuatro muertos. Tras el incidente, hubo quien cuestionó la responsabilidad del bar y del valet parking o quien solicitó que se endurecieran los controles viales. Incluso se llegó a proponer que las armadoras instalaran “gobernadores” de velocidad en autos muy potentes.
Sin embargo, nada de esto habría sucedido si la ley se hubiera respetado desde el principio. Si Carlos Salomón Villuendas, el conductor del automóvil, no hubiese decidido manejar completamente borracho. Si no hubiera acelerado hasta casi alcanzar los 200 kilómetros por hora. Las leyes estaban, sólo que no se respetaron. Ahí las terribles consecuencias.

 

 
Prueba de alcohol, ¿opcional?

 

 
Ahora bien, en algunos casos, la ley parece inverosímil. Cuesta trabajo creer que el responsable de un accidente de esta magnitud tenga la posibilidad de decidir si desea someterse o no a una prueba de alcohol y drogas. La lógica y el sentido común dictan que debería ser algo incuestionable y automático. Sin duda, hay casos en los que las leyes y los códigos penales piden, a gritos, ser modificados.

 

 
Terrorismo al volante

 

 
Los recientes atentados terroristas en Europa ponen de manifiesto el reto mayúsculo que tienen los organismos de inteligencia alrededor del mundo. El entorno global deja claro que sólo hace falta un vehículo potente y un individuo con cierta inspiración ideológica para sembrar el terror en cualquier parte de orbe.

 

 
Aquí nos leemos, sin muros.