A Yogi Berra lo amaban los reporteros, de esos viejos de diario vespertino, que armaban historias maravillosas para encandilar a los lectores y hacerlos adictos a los personales, y por supuesto, a las páginas que narraban sus aventuras. Cuentan que un día bromearon sobre su escasa, muy escasa galanura.

 

“Que yo sepa”, se defendió, “nadie recibe una bola con la cara”.

 

Berra murió a los 90 años. Era un catcher extraordinario. Debía serlo para jugar en los Yanquis de los 40 y 50 (¿les suenan nombres como DiMaggio o Mantle?). Jugó 14 Series Mundiales (nadie ha jugado tantas) y fue tres veces el Jugador Más Valioso. Era muy difícil poncharlo. De hecho, en 1950, en 597 turnos, sólo pasó 12 veces. Le pegaba de hit a lo que fuera que le mandaran.

 

Protagonizó, en 1956, junto al pitcher Don Larsen, el único juego perfecto de la historia en la Serie Mundial, y después de una larga carrera fue entrenador de los Yanquis, los Mets y los Astros de Houston. A los dos primeros los llevó al título.

 

Berra fue un yanqui de toda la vida, aunque hubo un periodo de odio, tras su despido en 1985, y se pasó casi 15 años sin regresar al Yankee Stadium, al sentirse maltratado por el dueño del equipo.

 

Pero no era por eso el amor de los periodistas, sino por sus frases a las que se conocen como “yoguismos”. Nadie está muy seguro si Berra simplemente se equivocaba, pero la prensa lo convirtió en una especie de filósofo de lo absurdo.

 

Es de él esa frase famosa del béisbol que dice que “esto no se acaba, hasta que se acaba”.

 

Pero tiene otras joyas como “siempre voy a los entierros de los demás, porque, de lo contrario ellos no vendrán al mío” o “el futuro no es lo que solía ser”. Y también dijo una vez “hasta Napoleón tuvo su Watergate.”

 

Se dice que el popular Oso Yogi (Yogi Bear) fue inspirado en Berra. Pues él también se lo creyó, tanto que demandó a los creadores, que se hicieron los locos.

 

Que decía sus cosas sin darse cuenta, él mismo lo admitió. En una entrevista para un famoso libro de citas estadunidense, contó que muchas veces, cuando se sentaba a cenar con la familia, simplemente hablaba “y ellos dicen ‘papá, acabas de decir otra’. Y yo ni si quiera sé qué diablos dije”. Pero también dijo un día: “En realidad no he dicho todo lo que dije”.