Con Miguel de la Madrid –en su último año de gobierno–, me tocó ver el Grito de Independencia más desangelado: un Zócalo prácticamente vacío, silencioso, triste, como nunca antes había atestiguado.

 

Eran tiempos económicos difíciles –de “apretarse el cinturón”, se decía desde entonces– y recién había ocurrido el sismo del 85 que vistió de luto a la Ciudad de México.

 

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A partir de la llegada de Carlos Salinas de Gortari al poder, el Zócalo se fue animando y la gente volvió a llenar la Plaza de la Constitución y múltiples banderas mexicanas a ondear a la par del clásico ¡Viva México!

 

Fue una euforia con basamento poco sólido, como se vería apenas abandonó Los Pinos Salinas, cuando a Ernesto Zedillo le estalló en el rostro el famoso “error de diciembre”.

 

Pero ciertamente se vivió alegría las noches del Grito durante aquel sexenio y la plaza volvió a llenarse y la gente a disfrutar la clásica verbena, aun cuando las rejas –dispuestas desde Pino Suárez– comenzaron a aparecer para controlar el ingreso al Zócalo.

 

Al menos a partir del tercer año del zedillato, la noche del 15 de septiembre mantuvo algo de buen humor. Por el corazón histórico del país la gente iba y venía, disfrutaba las vendimias de la fecha y los gritos y las rechiflas a la hora del Grito se consideraban, hasta entonces, parte de la picaresca.

 

Una asistencia de más de 70 mil personas reportó entonces el gobierno del Distrito Federal en aquel año 2000 que despedía a Zedillo –último mandatario priista hasta antes de la primera alternancia– y conmemoraba con guerra de espuma el 190 aniversario de la Independencia.

 

Con Vicente Fox, primer presidente de Acción Nacional, siguió la fiesta hasta que le dio por intentar el desafuero de Andrés Manuel López Obrador.

 

Peor aun cuando se le vino encima el conflicto electoral y los controvertidos resultados de la elección presidencial que le dieron el triunfo a Felipe Calderón por unas cuantas décimas.

 

El panista tuvo que dar su último Grito en Dolores Hidalgo, Guanajuato.

 

Con Calderón, el Zócalo se partió en dos: el presidente de la República por un lado, desde el balcón de Palacio Nacional y López Obrador en un templete, en la otra mitad de la plaza.

 

Al año siguiente vendrían los granadazos en Morelia, Michoacán, en pleno Grito, y la “guerra” de Calderón contra el narcotráfico.

 

La gente volvió a alejarse del Zócalo capitalino. Sólo que ahora por temor. Retenes, rejas y revisiones policiacas se convirtieron desde entonces en pase obligado para ingresar a la Plaza de la Constitución.

 

Las clásicas rechiflas, abucheos y mentadas de madre subieron de tono. Dejaron de ser parte del jolgorio y de la fiesta mexicana y se convirtieron en verdaderos gritos de enojo, de reclamo y de rencor.

 

Una banda de guerra al pie del balcón presidencial fue el remedio que hallaron los calderonistas para que ni el presidente, ni en la transmisión televisiva del Grito se escucharan los reclamos, los abucheos y las mentadas.

 

Enrique Peña Nieto inauguró el acarreo para la noche del 15 de septiembre. De su tierra, el Estado de México, vienen los acarreados (bajo amenaza de sanción) para ocupar espacios en el Zócalo que ni por asomo logran llenar: 40 mil asistentes, según las autoridades capitalinas.

 

Y del ambiente, qué decir: ¡tristísimo! La fiesta mexicana pasó a ser una reunión poco concurrida, fría, desangelada. Mucho peor que aquellas que me tocó vivir en los últimos años de De la Madrid.

 

Y algo más doloroso: Ese “grito”, su “grito”, ya no es nuestro.

 

O más bien habría que decir que el nuestro –el que damos desde nuestras delegaciones, desde nuestras colonias y nuestras casas– es el real, el verdadero, el que sentimos y el que gozamos.

 

El otro, el que nos han expropiado con su distanciamiento (político y físico incluso), sus retenes y sus acarreados, el Grito en el Zócalo dejó de ser nuestro Grito.

 

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GEMAS: Obsequio del canciller egipcio Sameh Shoukry: “Egipto y México enfrentan retos similares; estamos todos juntos en el mismo barco, navegando en un océano tormentoso”.