Las matemáticas nos dicen que el dólar está 30% más caro que hace un año, pero que al mismo tiempo el índice inflacionario está 60% más bajo que a estas alturas de 2014.

 

Sí. El dólar estaba en 13.50 en agosto del año pasado ahora está en 17.50 y el Índice Nacional de Precios al Consumidor marcó al cierre de la primera quincena de agosto de 2014 un aumento anualizado de 4.07% y en ese lapso de este año registró el mínimo histórico de 2.64%.

 

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Entonces, lo que las cuentas nos dicen es que tenemos una moneda más débil y una inflación más baja. Eso es irrefutable, como también lo es que hay otros indicadores que hoy están mejor que hace un año, como las ventas internas o la creación de empleos.

 

Por eso es que la desazón que vemos en la opinión pública por la vapuleada que el dólar le ha puesto al peso, no se aprecia entre las autoridades monetarias, porque todo lo calculan desde estos indicadores macroeconómicos.

 

Pero hay algo en medio que escapa a las mediciones económicas y que parecen querer olvidar los funcionarios públicos que hoy repiten que con la depreciación del peso no pasa nada: el factor humano.

 

Un componente básico de la inflación baja es que todos no la hemos creído. Sabemos hoy que no nos merecemos una carrera entre precios y salarios porque conocemos quién pierde. Cuando la mayor parte de los agentes económicos están convencidos de la estabilidad, la procuran  y los que no comparten esa idea son marginados por la mayoría.

 

Pero también puede ocurrir el efecto contrario, cuando hay un contagio de expectativas negativas se genera una sensación de escases y desánimo que se traspasa con facilidad. Es como el truco publicitario del “córrale porque se acaba”.

 

Hoy en nuestro país se empiezan a traspasar los efectos de la depreciación cambiaria al discurso inflacionario y de ahí se podría ir directo a los precios.

 

Dicen los empresarios que se oponen rotundamente al control de precios y tienen toda la razón en revelarse ante ello, aunque nadie ha sugerido hasta hoy que pudiera ocurrir.

 

Esto mientras que la autoridad de competencia económica asegura que no permitirá la colusión de los empresarios para subir precios. Y perdón pero ahí sí hay evidencias.

 

Cuando en México enfrentamos las devaluaciones de los años ochenta, en este país se controlaban los precios de productos como la leche, el pan… o el dólar. Las consecuencias fueron anaqueles vacíos y crisis profundas. Hoy, siglo XXI, no hay tales controles.

 

Lo que no tiene nada de inocente es que desde Coparmex o la Canacintra adelanten aumentos de precios como consecuencia del peso débil. Eso es un llamado a los afiliados a hacer algo todos juntos a la vez ante lo inevitable de las circunstancias.

 

No hay colusión, pero tampoco inocencia en esos cometarios, como cuando han salido a los medios los tortilleros a anunciar un incremento a partir de una fecha específica, ahí sí se pueden imputar una confabulación.

 

Sin embargo, un asunto tan delicado como aumentar precios como consecuencia de una depreciación cambiaria no debe ser tema de un dirigente empresarial sino de cada empresa, sus costos, sus márgenes y sus consecuencias.

 

Es obvio que una economía tan dependiente del dólar debe tener un impacto interno en sus precios que quizá se ha contenido por la baja demanda, pero profetizar o invocar un aumento general de precios puede constituir hasta un delito.